. . .

90 2 1
                                    

Los ojos de la niña eran azules, y su cabello color marrón oscuro. León siempre había dicho que su cabello era tan oscuro como el chocolate, y que podría comérselo si quisiera.

Pero los ojos de la pequeña irradiaban tristeza esta vez, llenos de lágrimas y brillantes. León abrazaba a su hermana, acariciando su cabello, tratando de calmarla.

–Shh…todo está bien, todo está bien…– repetía el, pero no lo estaba, no lo estaba para nada.

Pamela había visto a su madre morir, mientras esperaban que León saliera de la escuela. En la mente de la niña se reproducía aquella escena, una y otra vez.

Su madre y ella habían ido a buscar a León a la escuela, a la niña le encantaba buscar florecillas, de esas amarillo y blanco, a las que su madre llamaba “margaritas”. Mientras Pamela recogía margaritas, su madre, quien se llamaba Sylvia, miraba hacia la escuela, esperando ver el rostro de León en el umbral de la puerta.

Al ver a León salir, la madre de los chicos llamó a la niña, quien se apresuró a ir con su madre, con un montón de florecitas en sus manos. Al cruzar la calle, a la pequeña se le cayeron al suelo, y ella paró a recogerlas, sin percatarse del carruaje de caballos que venía en su dirección. Sylvia saltó sobre la pequeña, logrando salvarla, aunque le haya costado la vida.

Ahora León y Pamela estaban en el cementerio, frente a la tumba de su madre.

A los hermanos Chesnder, ahora, lo único que le quedaba de sus padres, era su apellido. Puesto que su padre había muerto en un accidente de trabajo, los chicos ya solo se tenían el uno al otro.

                                                       . . .

El ulular de un búho era el único sonido que se escuchaba aquella noche, era el único sonido que penetraba en el silencio de la oscuridad, y era en el único sonido en el que Pamela estaba concentrada.

Habían pasado siete años desde que la pequeña y dulce niña había empezado a ser fría y seca con personas fuera de su hermano. Habían pasado siete años desde la muerte de su madre.

Ahora ella tenía 15 años, para muchos la flor de la vida, para ella solo otro estúpido año más.

La chica no podía conciliar el sueño, como muchas otras noches. Quizá era el hecho de que no sabía dónde estaba su hermano, u otra cosa, algo que no podía entender en ese momento.

Estuvo despierta aproximadamente una hora más, hasta que escuchó la puerta de la pequeña casa que compartía con León, y supo que él había llegado. Se sentó en la cama, con el cuidado de no golpearse la cabeza con la litera de arriba. En ese mismo instante, León entró a la habitación, y ella le sonrió débilmente.

–Hola –le dijo la chica.

–Hola –respondió su hermano. El chico se acercó a ella y besó su mejilla.

– ¿Cómo has estado? –le preguntó ella, él se encogió de hombros.

–Igual que siempre –respondió él, mientras subía a su litera y quitaba sus botas. El muchacho trabajaba como obrero, a pesar de su corta edad de 17 años. Junto con el trabajo de mesera de Pamela, ambos sueldos combinados, hacían lo suficiente para sobrevivir.

La muchacha había pensado todo el día lo siguiente que iba a decir, tratando de imaginar cómo iba a reaccionar su hermano.

–León…–le llamó ella.

Castillo de SangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora