Mil martillos golpeaban el suelo de madera, todos a la vez, todos haciendo un solo sonido que perforaba el tímpano, que estrujaba el cerebro. Allí, tras la rendija apenas iluminada se encontraba el origen de aquel sonido, y ambos agentes caminaban cautelosos hacia él, maldiciendo su trabajo.
La casa por sí misma producía sonidos extraños, la típica característica de una casa vieja, más muerta que aquellos que la construyeron. Cada paso era una nota distinta, chirriante como los ecos de un grito agónico, cada nota más aguda, más dolorosa que la anterior. Era una sinfonía mórbida, acompañada de las batucadas incesantes de los golpes contra la madera, una sonata de bienvenida al infierno. Y el brillo de la luz en la rendija aumentaba conforme se acercaban, haciendo imposible ver el interior.
El ritmo de los golpes era regular, invitaba a avanzar y entrar, por eso no pudieron dejar de caminar, de empujar la puerta. Apretaron los ojos con fuerza, y al abrirlos y acostumbrarse a la luz, las pupilas se dilataron y las expresiones se endurecieron. Era duda y tensión hasta aquel momento; pasó a ser terror, llano y seco.
El muchacho sentado en la silla estaba harapiento, sucio, con los ojos cristalizados mirando al vacío. La expresión era de quietud, de desinterés, incluso podría decirse de ausencia, sentado allí inmóvil, como si quisiera convertirse en piedra y luego ser esculpido por miles de años de lluvia y de sol. Y los movimientos repetitivos, casi espasmódicos, de la silla, subiendo y bajando en esa misma posición, golpeando las patas contra el suelo de madera, hacían el sonido de mil martillos.
Los hombres balbucearon unas palabras dirigidas al chico, luego gritaron porque sus palabras no se escuchaban, y aun así no pudieron hacer que reaccionara. Seguía allí, mirando hacia adelante, y subiendo y bajando con la silla, abrazado por los ecos que producían los golpes, y por el ligero viento que había empezado a soplar.
Luego todo dejó de ser, como si se hubiera pausado la vida misma, sin sonido, ni aire, ni movimiento ni tiempo, y los agentes supieron que debían actuar rápido, que allí estaba la razón de su entrenamiento. Esperando que sirviera de escudo contra lo que estaba por golpearlos, uno de ellos arrojó un objeto redondo y plano, un disco con varias concavidades en los bordes y una semiesfera en el centro, que al caer dejó escapar una luminiscencia blanca e intensa. Las estampidas de luz se sucedieron una tras otra, cinco en total, todas a una velocidad tal que el sonido que produjeron fue un hilo agudo y metálico. La luminosidad ocultó por un momento todas las formas, e incluso el miedo que los envolvía, pero no pudo ocultar el rugido de aquella voluntad pesada e iracunda, arremetiendo contra un muro que cedió con el sonido de la roca partiéndose, o el trueno golpeando el horizonte. Y luego, esas y todas las luces del mundo se apagaron al mismo tiempo.
La oscuridad, luego de varios segundos, dio paso a un poco de luz, y uno de los hombres movió la mano, y con el movimiento supo que aún estaba vivo y consciente. Había escuchado mucho sobre los peligros de toparse con kinéticos, y aunque toda su adolescencia se dedicó a estudiarlos, a temerlos y enfrentarlos, encontrarse en aquella situación superaba todos sus miedos; y el ver a su compañero tendido a algunos metros, de espaldas a él, pero con la cabeza girada en la dirección opuesta, mirándolo fijamente, con un rastro de consciencia que parecía estar allí a la fuerza, supo que no sobreviviría.
Pensó en varias cosas para intentar ayudar a su compañero, pero el chico, sentado en el mismo lugar y en la misma posición, se adelantó e hizo el primer movimiento, levantando la cabeza y mirando directamente hacia su dirección. Vio en sus ojos un atisbo de conocimiento, como si sólo en ese momento se hubiera percatado finalmente de su presencia, como si todo el episodio anterior hubiera sido un mecanismo de defensa involuntario; y con la atención puesta en ellos, reconoció la hostilidad perfilándose en las líneas de su frente, que se curvaban y fruncían en ciega rabia, y en sus ojos una ola enfurecida, las garras espumosas del mar más cruel abalanzándose sin control contra el acantilado.
No sin intensas punzadas de dolor, pudo mover la parte superior del cuerpo, y utilizando brazos, codos y cadera, se arrastró hacia atrás, buscando algún mueble para refugiarse, o la puerta para escapar. Mientras se arrastraba vio de reojo al otro hombre, que lo seguía con la mirada, inmóvil en aquella posición innatural. Se forzó a cerrar los ojos, a negarse las lágrimas que querían asomar, y apretó fuerte los dientes por la rabia, para poder seguir avanzando con la culpa e impotencia, con la certeza de que no podía hacer nada por su amigo.
Llegó hasta la entrada de la habitación, chocó las manos con el marco de la puerta abierta, y sintió como el alma le volvía al cuerpo. Sin pensar en la muda súplica de su compañero, se empujó hacia atrás con todas sus fuerzas, y con el tirón la mitad de su cuerpo salió al pasillo.
Desde allí percibió que el chico contemplaba confundido aquella escena, pues a pesar de la furia que transformaba sus facciones, no ocultaba un interés que hubiera puesto en animales de un zoológico. Sin embargo, luego de desviar su mirada rápidamente hacia su compañero, quizás para comprobar que permanecía inmóvil, dirigió su atención nuevamente hacia él, una atención que ahora carecía de cualquier curiosidad, y que sin embargo estaba cargada únicamente de una furia que pesaba toneladas. La aplastante voluntad del niño lo golpeó con la ira de una tormenta de metal, y en los pocos momentos que mantuvo la vista, vio cómo la madera del suelo y el concreto de las paredes eran arrojados con él hacia el abrazo de la muerte.
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Kinesis - Adaptación
Science FictionAlrededor de doscientos cincuenta años en el futuro, y tras sobrevivir a dos grandes guerras e innumerables conflictos, la raza humana prevalece dominante, y si acaso más sórdida. Una clase distinta de seres humanos, conocida como kinéticos, con el...