I. EL VERANO DE 1930

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El terror que azotaría nuevamente esta vieja ciudad, comenzó hasta donde sé o puedo contar, con un chiquillo de cabello amarillo y ojos azules, que corría alegremente a lo largo de un pequeño bosque.

El correr del niño provocaba en el pasto un movimiento semejante a cuando el viento mueve el trigo del campo, listo para la siega. El niño se llamaba Stefan Philipp. Tenía siete años. Sus padres, que se habían casado en Waltred ocho años atrás, habían tenido una gran discusión —principal causa de que Steven y su madre se encontraran allí, en medio de aquel lugar—.

La familia que originalmente residía en Waltred se había mudado, contra la voluntad de sus padres, desde hacía un año, cuando por el magnífico trabajo que había realizado Walter en la construcción de un par de edificios en la zona comercial de Waltred, se le ofreció ser el responsable de la construcción de la biblioteca, que se había diseñado para estar detrás del palacio de gobierno. El hombre, al enterarse de lo que implicaba tal proyecto, pero sobre todo la cantidad de dinero quincenal que iba a recibir como sueldo, no dudó ni un segundo en aceptar, y la familia se mudó casi de inmediato.

Desde entonces vivían en una hermosa casa de dos plantas —una de las casas más lujosas del lugar, en ese tiempo— preparada especialmente para ellos, y colocada irónicamente frente a la entrada de aquel bosque.

Los problemas que tanto agobiaban a la familia, pero sobre todo al pequeño Steven, comenzaron a partir de que Walter centró la mayor parte de su tiempo en la construcción de la biblioteca, que se había retrasado casi un mes a causa de una falla en la entrega del material. Todos sabían, sin embargo, que el retraso en la construcción no era lo que más preocupaba a Walter, sino el hecho de que si la biblioteca no estaba lista para la fecha anunciada, lo harían responsable del retraso, su gran sueldo terminaría, lo despedirían de la constructora, debería regresar a Waltred y... sobre todo, uno de sus miedos se haría realidad; tendría que tratar de encontrar un nuevo empleo en otra constructora, lo cual se complicaría ya que su imagen se vería manchada por no haber completado el proyecto de la biblioteca; mancha que lo acompañaría durante toda su vida, torturándolo día a día como gotas de agua cayéndole sobre la cabeza y taladrándole el cráneo lentamente.

En aquella tarde, Steven corría con su sagacidad de siempre entre los árboles mientras el sol quemaba sus sonrojadas mejillas, y aunque era el único niño en aquel lugar, causaba un gran ajetreo, como el que había cuando hacían días de campo y él jugaba con su padre, mientras su madre preparaba todo para el almuerzo.

Steven recordó esos momentos y se comenzó a entristecer.



2

Recostado en la cama de su habitación en la planta alta y mirando el techo, Steven se encontraba triste, escuchando como de costumbre las discusiones de sus padres ­­—problemas que surgían por cualquier motivo, e incluso por cosas sin sentido, pero que llegaban a tal grado de hacer volar todo lo que estuviera cerca de ellos—.

Los gritos llenaban toda la casa: desde la cocina, hasta el ático; eran tan fuertes que incluso se lograban escuchar hasta la siguiente calle. En aquella tarde de 1930, algunos vecinos, preocupados por los constantes gritos, se asomaban por las ventanas y otros tantos salían a sus porches, pero ninguno logró enterarse de dónde salían tales gritos.

A pesar de que Steven tenía cierta costumbre a las muy frecuentes discusiones de sus padres, no podía evitar entristecerse cada vez, a tal grado de prorrumpir en llanto. Fue entonces que en medio de sus sollozos recordó a su oso de peluche color beige, que un año antes, el día de su cumpleaños, sus padres le dieron como regalo.

CarrouWhere stories live. Discover now