Era una tarde de primavera, una de esas tardes en las cuales la bella Amanda amaba. Amanda era una chica callada, reservada y tímida. Disfrutaba mucho de leer de un buen libro, sobretodo de aquellos que contaban alguna historia de romance.
Amanda disfrutaba pasear por los jardines inmensos que rodeaban su gran casa; alrededor de las 3 de la tarde siempre se le encontraba rondándolos. Éstos eran hermosos, como si la primavera nunca los abandonara, llenos de grandes fuentes y flores, abundaban desde las rosas hasta los claveles.
Era un día como cualquier otro para Amanda, pero quién iba a decir que una pequeña alteración a su rutina diaria cambiaría todo. Amanda estaba como todas las tardes en la tercera banca junto a la fuente. Aquella pequeña banca posicionada perfectamente para que le pegara la sombra de un árbol. Ella se encontraba leyendo un libro, el más reciente, “Aventuras de amor”. La historia de una chica que viajaba por el mundo buscando el verdadero amor que una vez perdió. Amanda imaginaba ser esa chica. Fantaseaba que viajaba por el mundo fuera de esa gran casa. Fantaseaba con la idea de ser libre, dejar de ser prisionera de su vida llena de todo, pero siempre vacía de algo.
Y es que Amanda tiene (o más bien tenía, porque después de la gran tragedia nocturna hasta eso cambió) alma y dedos de artista. Cuando niña, la familia estaba en España. Comenzó a aprender piano y lo aprendió tan bien que llegó a dar un recital en el Teatro de la ciudad al que asistieron grandes artistas. Sus padres, oyendo los aplausos, lloraban de emoción. Una gloriosa velada que los estimuló a realizar grandes cambios.
Los padres de Amanda decidieron vender todo lo que tenían y mudarse a Madrid para que su hija llegara a ser concertista. Por eso adquirieron esa enorme casa (que luego fueron vendiendo y alquilando a pedazos), compraron un piano e inscribieron a la dotada niña en el Conservatorio Nacional. Desgraciadamente, la gran ciudad destrozó rápido las ilusiones provincianas.
Todo comenzó como un sueño, o por lo menos, así lo describía ella. Todo iba en perfecta armonía al igual que las notas que salían de aquel piano cada una de las veces que se acercaba a tocarlo.
En aquellos días Amanda conoció a un joven llamado Gerardo. Era un hombre al que ni el juego, ni las faldas, ni el alcohol atraían más de lo debido. Sus vicios : la ciencia, su familia y la gimnasia. Estaba en primer año de Arquitectura, estudioso, aplicado, bueno con sus semejantes, mentalmente sano y simpático.
Amanda lo describía como el muchacho más apuesto sobre la tierra. Un joven deportista (practicaba tenis, natación y futbol), los deportes le habían modelado un cuerpo parecido a los de la antigüedad, los que en la actualidad son fuerte motivo de envidia.
Físicamente, Amanda lo describía con cabello oscuro y piel muy blanca, alto, con sonrisa prácticamente perfecta, facciones finas y nariz pequeña. Sus ojos pequeños azul celeste, que para ella, mostraban ternura y miedo algunas veces, como si algo le preocupara. Sus movimientos demostraban torpeza siempre que se encontraba a unos pasos de cualquier señorita, sin importar la clase; siempre atento con cada una de ellas, en ciertas ocasiones llegaba a parecer que lo hacía por obligación. ¿Inteligente? claro, increíble pero cierto, todo eso era Gerardo.
Lo conoció exactamente dos meses después de entrar a la academia. Amanda ya lo había visto antes pasar frente a ella, siempre en punto de las 4 de la tarde, la hora exacta en la que terminaban sus clases. Ella sólo lo observaba entrar el café del edificio de enfrente; ese café que nadie visitaba, o por lo menos, no a esa hora. Su rutina: sentarse solo en la misma mesa para dos que estaba justo abajo del letrero con el nombre del café (ALAMBIQUE), ordenar exactamente la misma comida, salir y sin mirar a otra parte, cruzar la calle y desaparecer entre la gente.
Un viernes, Amanda decidió ir a comer a ese café. Quería verlo de cerca. Se sentó en la mesa en la que él se sentaba, lo esperó unos minutos y, exactamente a las 4:25 de la tarde, se abrió la puerta de madera. La reacción de Gerardo fue (lógicamente) de asombro. Al ver a Amanda abrió sus ojos, pero volteo la mirada hacia la mesa de junto, se dirigió hacia ella, pero por alguna razón, regresó y preguntó -¿puedo sentarme aquí?-. La mente de Amanda se confundió, como si estuviera paralizada, no podía creer que aquel chico que solo había sido, hasta ese momento, parte de sus fantasías, le estuviera hablando. Su respuesta: sí.