acto 1

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¿Puedes oírme, amigo?
¿Estás ahí?
Intentó localizarte y no lo consigo,
en estos meses te he sentido esquivo;
tras este mensaje habrá cambiado mi destino.

Te llamo desde la desesperación,
hundido en la demencia,
ciego molino de agonía
en un violento giro,
destruido, destructivo, roído por la obsesión.

Es mi cuarto día sin dormir,
no por la conmoción,
sino por miedo a que la realidad
-a la que en vela engaño-
me asalte de nuevo en medio de un sueño
y me arroje al horror de vivir.

¡Dios mío, hermano, la he perdido!
Nos hemos roto y ya no encajan nuestras piezas,
somos dos trozos de distintos rompecabezas,
y ni siquiera sé cómo ha ocurrido.

Hace tiempo la sentía extraña
y una mañana la encontré sentada,
¡pobre, qué pálida estaba!
Pregunté qué pasaba y respondió: «Nada»,
mirándome a los ojos con compasión despiadada.
-Eres un gran hombre, mi amor -dijo-, todo irá bien.
Con la sonrisa más triste que jamás vi en alguien.
-Pero ¡¿qué sucede?! -alcé mi voz asustado.
-No es por ti -balbuceó sin alzar la mirada.

Una honda vacia me invade desde hace tiempo
-dijo de pronto- y no has sabido detectarla,
pero cuando alguien se desvive tan fuerte por otro,
como yo por ti -añadió segura y calma-,
pueden morir en él su propia identidad,
su voluntad, su esencia, su alma;
por eso es preciso que ahora te alejes, vida mía,
para que yo pueda recuperarlas.

Esas palabras sordas y esa piedad fatal
me bastaron para entender que ese era nuestro final.
Hace ya un mes que me fui,
todo lo dejé allí
salvo la esperanza de que vuelva a mí.

Te busqué para contártelo, amigo:
he vuelto con mi madre,
que aún no sabe la verdad de lo ocurrido;
me avergüenza tanto mi miseria...:
guardo en silencio mi castigo.

¡Ah, pero el tiempo pesa despacio!
Ella me jura que no hay nadie más,
que sólo necesita algo de tiempo y espacio,
pero sospecho que en su pecho esconde otra verdad.

Aún así nos seguíamos viendo,
paseábamos, reíamos, sentí que me amaba de nuevo;
de pronto respirar pesaba menos,
y regresaban mi hambre y mi ilusión por seguir viviendo.

Y le suplicaba que volviéramos,
pues hasta hace poco
decía amarme como a su vida.
-Aún puedo hacerte feliz -le decía.
Entonces se volvía seria, indiferente, esquiva.

Ella acudía siempre luminosa a cada cita;
yo, harapiento, a rastras de mí para salvarme en ella;
en mis ojos tristes la alegría de poder verla,
en los suyos de nuevo esa compasión maldita.

Pero sólo venía si yo rogaba, jamás me buscaba,
hace una semana que no responde a mi llamada,
desde entonces no hay luz en su ventana
(a veces se prende en la madrugada).

He irrumpido en el hogar mientras no estaba, ¡mi hogar!
Lo he revuelto todo, he registrado cada lugar
buscando y deseando no encontrar
la huella de traición sospechada.

Y cuando vuelve me pregunta qué hago allí,
¡como si esa nunca hubiese sido mi morada!
La miro a los ojos y le digo que la amo
y es como un insulto que esculpe el desprecio en su mirada

¡El silencio se hace grito y desagraviamos en sexo violento
y ahí quisiera estrangularla y eyacular dentro!
pero como ante una madre me rindo en su pecho
y tras semanas de celos insomnes por fin me duermo.

Pero en mitad de la paz azabache
me pide otra vez que me marche,
me enjuago el rostro con mis propias lágrimas
y huyo como un chucho apedreado en la noche.

Y vuelvo a lugares donde paseamos nuestro amor,
como si en ellos aún quedasen átomos de nuestra unión,
igual que el asesino regresa al lugar del crimen,
vuelvo nostálgico al lugar del error.

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⏰ Última actualización: Oct 12, 2019 ⏰

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