Son las 4 de la mañana, las luces de la ciudad se filtran por la ventana de mi habitación e incluso puedo escuchar algunos murmullos de las personas que transitan por la calle dirigiéndose a su trabajo. Miro al horizonte, “hoy será un buen día” pienso, esbozando una leve sonrisa. Me levanto con la promesa de iniciar una buena semana.- Ya está el desayuno – grita mi madre desde la cocina. Siempre se levanta antes que yo, y a pesar de tener ya 24 años, mamá me trata como un niño.
- Hola, ma – la saludo con un buen abrazo y un beso cariñoso en la frente. Ella me responde el gesto y me mira con un brillo particular en sus ojos.
- Váyase a bañar, mijo, se le va a hacer tarde como siempre. – me da una palmadita en el hombro y me pone la toalla en el antebrazo.
Busco en mi móvil la canción perfecta para ducharme… si, la he encontrado take on me de a- ha. Me baño a ritmo de la música y los sonidos de la canción se filtran por mis poros y la disfruto mientras las gotas de agua me resbalan por el cuerpo.
Como mamá me lo advirtió, salgo apurado de casa.
- No voy a desayunar, mamá… - le digo, esperando su reprimenda.
- ¿Cómo que no, Sergio? Hágame el favor y se sienta aquí a tomarse el caldito de papa que le hice y el café con leche. ¡Faltaba más! – me dice con una mirada acusadora. – El día que yo le haga falta va a desear un desayuno así.
Hago lo que me ordena a regañadientes y me tomo lo más rápido que puedo el caldo y el café, se me quema la lengua y me escoce un ardor en la punta, sin embargo, no hago caso del dolor y me encamino hacia la puerta con la bicicleta en la mano.
- Adiós, mamá, gracias – le grito con la mano en el pomo de la puerta.
- Adiós, mijo. Que me le vaya muy bien y tenga cuidado. – me toma entre sus brazos y luego me pone la bendición.Salgo “en bombas” de mi casa, me monto en mi bicicleta y atravieso toda la ciudad para tratar de llegar a tiempo a mi empleo. Trabajo en un call center al otro lado de Bogotá, así que mis días se resumen en escuchar por 7 horas y media las quejas de los clientes sobre sus pésimos servicios de comunicación y también toda clase de improperios dirigidos hacia mí por ser quien contesta; aunque al principio sentía rabia y ganas de contestarles igual o peor, luego se torna una conducta normal en esta clase de trabajos, y con el tiempo aprendí que algunas frases logran contrarrestar esta clase de situaciones, por ejemplo, “estoy trabajando para solucionar su inconveniente” o mi favorita “te entiendo, si yo fuera tú, estaría igual.”
Mientras pedaleo por la Avenida Boyacá y paso uno tras otro los puentes vehiculares hasta la Calle 68, me imagino en una gran carrera, pasando a uno, dos, tres, cuatro, cinco o más rivales, una sonrisa se dibuja en mi rostro, escucho la algarabía de las personas y en mis oídos resuena mi nombre coreado por la multitud… “Checho, Checho, Checho campeón…” Abro los ojos y veo los autos y el gran peso de la realidad me cae encima, el asfalto de la ciudad me devuelve al presente, ya voy en mitad del camino.
Hace tan sólo un año no hubiese podido pedalear al menos tres kilómetros sin querer morir, la biela y las dos ruedas han cambiado mi vida y les han dado otro tinte y color a mis días. Nuevamente estoy perdido en mis pensamientos, paso a toda velocidad por la calle e imagino un gran sprint hasta la meta, digno de un profesional, mientras por los auriculares suena “somebody to love de Queen” a todo volumen.
Sonrío gloriosamente. ¡He llegado! Abro los ojos y el gran estacionamiento se abre ante mí, otro día de rutina, otro lunes en el que la bici me da toda la alegría que necesito.
Me siento en mi acostumbrado puesto junto a la ventana y veo al horizonte; una nube negra se extiende sobre el cielo, tal vez llueva. Comienza el trabajo, un pitido en mi oído me saca de mi ensimismamiento y me obliga a concentrarme en mi labor.
¡Qué rápido se acabó la jornada! – digo para mí con un largo suspiró. Recojo mis cosas y atravieso un largo pasillo hasta los lockers, donde me encuentro a mi mejor amigo, a quien saludo con un abrazo y un “¿qué más parce?” a lo cual responde “bien, perrito”. Nos reímos un rato mientras guardamos la diadema y nos despedimos en la salida de la empresa.
Busco mi bicicleta entre todo el mar de caballitos de metal que hay aparcados, ahí está, la más bonita de todas (me río para mí mismo). Le quito el candado, me pongo los auriculares, el casco y todo lo necesario para el camino.
Mi lista de reproducción comienza con “Take me out de Franz Ferdinand”, que me acompaña de camino a casa y durante esos cuatro minutos y un segundo que dura la canción avanzo por entre los autos “ratoneando”, los kilómetros se consumen a medida que los sonidos inundan mis oídos, me abandono a la sensación, suelto las manos del manubrio y pedaleo acompasado viendo las calles pasar a cada lado de la vía.
Bogotá es una ciudad llena de contrastes y mientras devoro la distancia a mi casa me fijo en aquellos edificios con apartamentos lujosos en los que sólo se ve un balcón y en ocasiones una que otra mascota viendo a la calle, seguramente esperando a que sus dueños lleguen y puedan dedicarle algo de tiempo. Paso luego por calles llenas de grietas en las que debo tener cuidado y en las que el panorama sólo son grafitis y la basura es el pan de cada día. Imagino la vida de cada una de las personas con las que me cruzo, intentando adivinar lo qué están pensando con tan sólo ver sus caras; en ocasiones preocupadas, estresadas, emputadas con la vida, o algunas, más escasas y que se pueden contar con los dedos de la mano, sonriendo a la vida, mostrando la media luna de dientes al mundo, ese tipo de personas es el que me gusta ver.
Sonrío, pues casi llego a casa y el camino de vuelta siempre se siente como un descanso después de todo un día de estrés y de quejas. Reviso mi cateye y veo que la velocidad que llevo es de 30 km/h, lo cual es una grata sorpresa, mi corazón se acelera mientras mi mente me transporta a las montañas de Europa con un uniforme de un equipo famoso, luchando con sudor y lágrimas cada etapa de una gran competencia ciclística. Me reprendo por dejarme llevar, sin embargo, muy en el fondo es mi mayor deseo… Pasé de no saber qué era una bicicleta, a querer pasar mi vida en ella y en vivir para pedalear. Cada pedaleo se siente como un soplo de aire fresco, y llegando a la cicloruta me encuentro aquellos “rivales fortuitos; chicos, chicas, que, probablemente como yo vienen de su trabajo, su universidad o cualquier otro lugar, a quienes nos seduce el espíritu de competencia y en ese momento nos sentimos los mayores contrincantes y aumentamos la cadencia de nuestras piernas hasta sentir que estamos a tope y que las fuerzas se nos agotan, sin un premio en particular, sólo con la satisfacción de sentirnos ganadores.
He llegado, saludo cordialmente al celador con un “hola veci”, a lo cual recibo el mismo saludo, acompañado de una sonrisa. Me paseo en la bicicleta por el conjunto antes de subir al apartamento y ver la sonrisa de mi vieja, una sonrisa de tranquilidad al ver que llego bien a casa.
- Hola, mami – digo al abrir la puerta.
- ¿Quiubo mijo? ¿Cómo le fue? – me pregunta mientras me da un abrazo de esos que suelen romper las costillas.
- Pero si apenas me fui esta mañana, mamá. – le refuto, aun cuando devuelvo el abrazo.
- Siempre lo voy a esperar de la misma forma, Sergio. Una mamá no está tranquila hasta que su hijo llega a casa. ¿Quiere comidita?
- Claro que sí, mamá. Estoy hambriento. – digo mientras parqueo mi bicicleta en la sala de mi casa. La observo maravillado y me siento en el comedor a esperar la cena.
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Crónica de un ciclista
AdventureChecho es un joven Bogotano que usa su bicicleta como medio de transporte en esa bella y caotica ciudad. A medida que avanza el relato, nos sumergimos en el ambiente de un ciclista urbano, de sus dificultades, miedos y deseos más profundos.