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Replegados en los escondrijos más profundos del Bosque, la Humildad y quienes guardaban sus principios resistían el implacable avance de la civilización. En aquellos rincones ignotos del Bosque, las criaturas se negaban a atacar al más débil para demostrar poder y evitar así su sometimiento. Jamás sacaban provecho de la fragilidad o ingenuidad ajena. No les nacía actuar de tal forma, pues, por un lado, carecían de ambición y, por otro, sentían gran fascinación por aquello que se mostrara delicado, vulnerable.

Se decía que solo en las profundidades recónditas del Bosque florecía la lozanía inmarcesible salvaguardada por la benevolencia que la Humildad conjuraba cual aura de serenidad. La vida no estaba trastocada por la ambición humana que todo lo consume hasta agotarlo, por lo tanto las flores relucían eternamente su belleza sin jamás marchitarse y la vegetación reverdecía rociada por el carácter de lo imperecedero. No precisaban, pues, de la reproducción, siendo que la inmortalidad residía congelada en su interior. Así sucedía con cada criatura que coexistía en armonía en torno a la Humildad y sus preceptos.

Pero en cuanto el humano imprimía su huella en los terrenos aledaños, se interrumpía la calma, se echaba a andar el tiempo como la sangre que corre por las venas. No tardaba en llegar lo ineludible: la mano humana que arrancaba de la vida y devoraba la muerte. El filo de sus armas atravesando su carne era el final procaz que la voracidad humana escribía para tantas vidas. Tanto más humillante era ser capturado, encerrado y obligado a servir a su ambición. Domesticación le llamaron. Y nació así el animal, quien alguna vez fue no más ni menos que su semejante.

El miedo fue oscureciendo la vida de los habitantes del Bosque, no solo la de aquellos que estaban próximos a la colonización humana, sino la de todos los que fueron comprendiendo que, eventualmente, esa proximidad se acortaría y terminaría por arrollarlos como a todos los demás. El temor se esparció, enfermando de mortalidad todo cuerpo en el que consiguiera filtrarse. Finalmente, el temor llegó hasta la Humildad. Fue así como la última inmortal conoció la inexorabilidad de la muerte, el momento en el que el sol tocó su ocaso.

Toda luminosidad en el Bosque decayó hasta opacarse, salvo una sola. El Lirio Dorado, flor favorita de la Humildad, absorta en sus propios delirios, logró preservar la luz en su interior. La Humildad se dirigió hacia el Lirio para protegerlo y pronto comprobó su propia solidez. A diferencia del Lirio, ya no era un ser etéreo. Miró al firmamento, aún encendido por el resplandor del crepúsculo y en el temor a lo inexorable supo hallar la respuesta a su profunda angustia: la sublimación.

Cuando la luz del atardecer se hubo sumergido por completo detrás del horizonte, ya no quedaba rastro del Lirio Dorado o de la Humildad. El Bosque se sintió aún más desprotegido ante la avanzada humana, pero guardó la esperanza de que la Humildad se halle oculta en alguno de sus rincones, alguno que ni el mismo Bosque conocía. Esa esperanza se volvió la razón por la que era preciso acoger la subversión ante la ofensiva de los humanos. Entonces, como el estallido de un resorte, del resentimiento constreñido entre las crecientes masas humanas, nació la Misantropía.


Del Lirio Dorado y el Llanto de FuegoWhere stories live. Discover now