CAPÍTULO 35 - QUÉDATE

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En ese preciso momento en el que su cuerpo hizo contacto con el mío, olvidé completamente lo que iba a hacer antes. Yo sólo llevé mis manos a su cintura y la pegué a mí sin pensar en nada más. La había deseado por tanto tiempo que eso me parecía irreal, pero excitante.

Temía que fuera un sueño, porque ella no me decía nada, solo me besaba de una manera que encendía cada fibra de mi ser. Las manos que antes rodeaban mi rostro ahora bajaban lentamente hacia mi pecho y mi respiración ya era un completo caos. Solo rogaba porque eso no fuera un sueño.

Sus manos trabajaban con agilidad y paciencia en los botones de mi camisa, mientras sus labios iban descendiendo por la piel de mi cuello. No aguanté y la cargué en mi cintura, con sus piernas rodeándome, hasta que la dejé sobre el lustroso escritorio que rogaba por unirse a nuestra apasionada cita.

Tal vez era el hecho de que, ante mis ojos, Eleanor no era una mujer enferma, de camino a la muerte, sino esa a quien mi cuerpo reclamaba con necesidad desde que entendí lo que era el deseo, esa que se había adueñado de mis sueños y se había convertido en mi fantasía más oscura y secreta por todos estos años.

No, la señora Blake no era la madre de William en estos momentos, ella era la que hacía que olvidara todo aquello que jamás olvidaría, incluso hasta mi propia lealtad.

Sus dedos arremolinaban mi pelo, los míos la apretaban con furia en la cadera, aun intentando creer que todo eso estaba sucediendo de verdad y no me había golpeado la cabeza en la ducha y me había desmayado.

Fue su jadeante voz la que me trajo de vuelta a la realidad, de ese increíble éxtasis en el que me encontraba. No entendí lo que dijo, pero me separé lentamente y la miré, agitado.

—Perdón, me dejé llevar —susurré, con la voz entrecortada y con el miembro duro entre sus piernas abiertas.

Ella no parecía ni molesta ni sorprendida; no, sus ojos revisaban placer.

—Lo estabas haciendo muy bien... —contestó sonriente, esa mueca excitante en los labios que me volvía loco.

—Yo... —susurré, recobrando la compostura, pero ella me detuvo del brazo y negó con la cabeza.

—Quédate —Me estiró un poco, hasta que su nariz rozó con la mía y toda la cordura que había recuperado, se había escapado por la hendidura de la puerta —Ya me encargué de todo, no debes ir a ningún lado si no quieres...

Si no quiero. ¿Tan segura estaba de que era en ese preciso lugar en donde quería estar y no en esa cita? ¿Tan evidente había sido con ella? Pero ni siquiera podía ocultarlo; toda mi anatomía respondía a su pregunta.

—Por supuesto que es aquí donde quiero estar —susurré, con el rostro hundido en su cuello—¿Estás segura? —pregunté y sentí que asintió levemente con la cabeza, entonces la miré.

—Ella no quedará plantada— respondió.

Sonrió y me besó en la comisura de los labios. Ya no necesité más palabras.

Mis manos reclamaban esos pechos que se pegaban a la tela del vestido y que me indicaban que estaban listos para ser besados. Se apoyó en ambos brazos y echó la cabeza hacia atrás para darme espacio.

«Benditas medicinas», pensé, al verla tan bien en ese momento, o tal vez era el deseo una poderosa medicina que hacía que se viera tan bien esa noche. Creo que en el fondo no podía dejar de preocuparme un poco por ella, pero estaba resuelta a hacerme olvidar de ese detalle.

Se incorporó de nuevo y me rodeó el cuello con los brazos. Besaba como una ninfa el lóbulo de mi oreja, mientras iba deslizando una de sus manos hacia mi cinto para desprenderlo. En ese momento pensé en lo que estaba sucediendo y dónde. Me tensé de inmediato y miré a mi espalda. Caminé a toda prisa hacia la puerta y la aseguré.

El secreto de la jefaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora