Capítulo Único

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   El viento helado que dominaba la noche, batiendo sutilmente las hojas de los árboles, era una de las razones por las que había decidido salir esa noche. Daba saltitos por la acera, deteniéndose sonriente en las casas vecinas con su cesta para dulces, donde personas de mayor edad no podían evitar un suspiro al detallar su disfraz de Caperucita Roja.

   Le quedaba como anillo al dedo.

   Ondas castañas caían sobre sus mejillas, rebelándose en ocasiones, cubriendo sus ojos e impidiéndole ver claramente, así que soplaba con fastidio el mechón traicionero, volvía su sonrisa de dientes de leche y retomaba su recorrido.

   Dado que la comunidad era familiar entre sí, sus padres le habían dado permiso hasta las ocho de la noche. Todos los vecinos se habían puesto de acuerdo para vigilar a los niños por rondas; se vislumbraba una noche tranquila.

   Comenzó yendo en un grupo de seis niños, disfrazados de diferentes personajes de cómics, películas u objetos graciosos. Se gastaban una que otra broma, hasta que fuese tiempo de ir a casa. Sin embargo, al pasar los minutos y aburrirse, decidió ir por su cuenta. Era hora de aprender a pasear sola, ¿cierto?

   Luego de unos quince minutos, en medio de susurros tarareantes, los ojos de la niña se deslizaron hasta una casa al otro lado de la calle. Estaba hermosamente decorada –al menos en el contexto en que cabía–. Había figuras de fantasmas muy extraños colgando del techo, demasiado reales para ella. Calabazas con rostros tallados estaban dispuestas en dos columnas que marcaban el camino de entrada. Criaturas que, creía ella eran murciélagos, se desplazaban con un aire escalofriante por el terreno de la casa, desvaneciéndose en la oscuridad. En el segundo piso, se veían moverse las cortinas, como si alguien estuviese espiando segundos antes y se hubiera escondido rápidamente.

   Sólo había un foco de luz, el cual estaba situado justo encima del marco de la puerta principal. Una neblina grisácea era visible centímetros por encima del césped, y una ventisca sibilante hizo acto de presencia.

   Esqueletos se hallaban sentados en posiciones escalofriantes de forma aleatoria por todo el patio principal. Había también un árbol enorme, y debajo de él se hallaban dos muñecos de trapo sentados en banquillos de patas largas; ambos eran un poco más grandes de lo normal, e igualmente, veíanse demasiado reales. No distinguió sus facciones de forma concreta debido a la calidad de la luz; la luna se había refugiado detrás de las nubes. Aún así, esforzó un poco la vista, logrando adivinar que eran niño y niña. Momentos después de verlos con detalle, uno de ellos –nunca supo cuál– soltó una ligera risa. Ante esto, nuestra Caperucita jadeó con la curiosidad picándole en la punta de los dedos.

   Dudosa al principio, miró tres veces a los lados de la calle, recordando lo mucho que su padre le recriminaba cuando olvidaba hacerlo. Aunque el lugar estaba desierto, evocó las palabras exactas:

   —Cariño, ocurren muchos accidentes hoy en día. Siempre debes asegurarte. Recuerda: una a la izquierda y dos a la derecha; al menos en el vecindario.

   —¿Por qué en ese orden? —interrumpió con timidez.

   —Por la forma en que va el tránsito aquí, corazón —respondió su madre, sin dejar de prestar atención al libro que reposaba en sus manos.

   —Mmm... ¿Y si no se ven?  —volvió a indagar.

   —Igualmente. ¿Crees que podrás hacerlo?

   —Sí, papi —susurró Caperucita, posando sus pies sobre el asfalto. Estaba temblando de la emoción, sin comprender del todo el porqué. Recorrió los pasos que le faltaban para llegar al otro extremo. Cuando se vio frente a la enorme casa, jadeó nuevamente.

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