Kotoha era una corriente de aire fresco en su día a día, era la felicidad en vida.
Con su vestido verde claro y su cabello azulado, a ella ya nada la detenía.
Kotoha era alegría, era tranquilidad, era amor.
Era esa parte estúpida de sí mismo que nunca pudo sentir.
Memorias de ella aparecían como burbujas por su cabeza.
Ella era hermosa, era frágil y fuerte a la vez, era una tierna existencia a su lado que le divertía.
Kotoha era Kotoha sin necesidad de ser descrita más allá de eso.
Y Kotoha era y solo era indefinidamente, porque ya no existía.
Él lo hizo con sus propias manos y al terminar, rió mientras lloraba.
Nunca había sentido nada en su vida, la muerte de Kotoha no tenía por qué diferir de esta regla silenciosa que había dentro de Douma.
Sin embargo, la muerte de Kotoha fue una gota en un balde.
Y cada día caía otra gota y otra más y cuando miraba hacia su lado, donde ella estaría riendo tontamente y tirando pétalos sin cesar, algo dentro suyo se revolvía.
Se estrujaba en su pecho y se deshacía, solo para volver a estrujarse más fuerte cuando pensaba en ella.
No reconocía que era lo que le estaba pasando, por qué aquello le dolía de la manera en que lo hacía.
Pero una voz en su cabeza murmuraba en su interior, que matarla fue su mayor error.
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