Ojos que no ven. Corazón que siente.

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¿Por qué Lucas tenía que usar esto? No solamente eran pesados, sino que también molestaban. El grueso vidrio se empañaba cuando merendaba, le quedaban grandes y a veces se le caían si corría en el recreo.

Y lo peor de todo, era que veía mal.

Se supone que los lentes son para ver mejor, para tener más nitidez en la imagen. Pero justo a él le dieron unos con los que se ve mal.

Eso le pasa por no probárselos bien cuando los recibió. De hecho, esa vez no atino a mucho más que mirarlos con cierto recelo, intuyendo que su entrega era un mal augurio, agradecer en voz baja y volverlos a guardar en un estuche marrón tan o más pesado que los lentes mismos.

Y su mamá estaba muy ocupada últimamente como para prestarle atención a esa tontería. Iba de acá para allá haciendo tramites, hablando con gente grande, y llorando. Sí, Lucas no había visto llorando muchas veces a su mamá, pero durante estas dos semanas lloró unas cinco veces. Tres la vio. Otras dos la escuchó atrás de la puerta.

Y ojo, Lucas está acostumbrado a ver gente llorar. En el jardín todos los nenes lloran por todo, y ahora que estaba en primer grado, la cosa no había cambiado mucho. Él no, porque él ya es "un chico grande para andar haciendo berrinche", como dice su tía, y sí. A los cinco vaya y pase, pero ahora que tiene nueve años tiene que actuar como tal, ser maduro y civilizado.

Sin embargo, aunque acostumbre a ver nenes lagrimeando estruendosamente, rara vez había visto llorar a los grandes, y la semana pasada, los vio llorando a todos.

Fue raro.

Fue raro desde que mamá se fue en medio de la cena, con cara triste y casi sin saludarlo. Papá se quedó con él, viendo dibujitos en la tele. Cada vez que le preguntaba, decía que mami se tuvo que ir a comprar unas cosas a la farmacia ¿A las once de la noche? Lucas era chico, pero algo sabía. Algo estaba pasando, porque papá no le hablaba, no le hacía chistes, solamente miraba el celular.

Y lloraba.

Trataba que el nene no se diera cuenta. Y el nene intentaba no mirarlo, para que pudiese llorar en paz.

Al día siguiente, volvió mamá con su sonrisa de siempre, saludó con un fuerte abrazo. Puso los dibujitos en la tele (Cosa que nunca pasaba durante el almuerzo) y se encerró en la pieza a llorar con papá.

Y aunque esto ofendía a Lucas, no preguntó nada. Porque más lo ofendería escuchar otra mentira, simplemente aceptó que quizás aún no era el momento de saber la razón.

¿La razón de qué? No lo sabía, navegaba un mar de preguntas. No entendía que pasaba, ni por qué algo que no comprendía lo hacía sentir tan triste.

Y tan feliz.

Porque tantas sonrisas que mamá y papá le regalaron estos años le hacían sentir vergüenza de estar triste, de llorar. Cada "valora lo que tenes" cerraba esa puerta de aceptar la angustia. La volvía el enemigo. Y estaba bien, digo, tenía sentido, pero cada vez costaba más y más reprimir esos vacíos en el pecho, tragar cuando se le hacía un nudo en la garganta. A veces solamente quería hacer un berrinche como todos los nenes. Pero no, había que mantener la compostura, seguir siendo un buen hijo, y no un desconsiderado.

Esa misma tarde le hicieron ponerse ropa linda, de esas que usa cuando lo llevan al cine o a un cumpleaños, y fueron a un lugar muy aburrido. Solamente había gente triste, y mesas con personas atrás de computadoras. Mamá y papá hablaron mucho tiempo con esas personas. Lucas, aburrido, leía un libro de cuentos.

Curiosamente, todo esto pasó a un segundo plano desde el día que le dieron esos anteojos. Y aunque no quería molestar a nadie, un poco le molestaba a él que nadie siquiera se haya frenado a preguntarle cómo le quedaban, si podía ver, si le gustaban. No. Más bien se los dieron con una frase implícita de "Arreglate solo, tenemos cosas más importantes que hacer".

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⏰ Última actualización: Dec 04, 2024 ⏰

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