No sé en qué preciso instante me percaté de que mis entrañas habían cesado de perseguir tus obstinadas evasivas. Hallé refugio al codearme con corazones que jamás me llegaron a corresponder pero que, sin embargo, me auguraban un menor tormento que el que tú podrías propiciarme. Acaricié tantos labios como anocheceres permanecí suspirando que regresases, omitiendo que no eras tú y, convenciéndome, a voz entrecortada, que menos aún anhelaría que lo fueses; que cada vez que lo hacías palidecías todos y cada uno de mis recónditos habitáculos, esos a los que cierto día te invité a comprender.
No debí consentírtelo porque, tal vez, ya conocía aquellos vaivenes que tanto afectaban a cualquier estabilidad que pretendieses arañar, y yo, que únicamente ansiaba un atisbo de afecto y me amarraba a cualquier compromiso que me hiciese arder, me anestesié de ti.
No sé cuándo aparté mi aliento del tuyo, o cuándo comencé a percibir tus labios como unos menos con los que querer frecuentarme, sin embargo, el ápice que lograba incendiar nuestra llama había desistido,
y yo ya no pretendía continuar con el juego.
Quizá fue por aquel entonces cuando comprendí que no le había conseguido olvidar porque no pude enamorarme de ti; porque jamás fuiste tú, porque en absoluto pudiste llegar a ser el amor de mi vida.
No vuelvas; por ti, por nosotros.