Fragata, eco. Diecisiete pesos, doscientos fósforos de seguridad de madera. Ahora 219.
Soltó el palito antes de que la combustión lo consumiera por completo y le quemara los dedos. La flama no se apagó en la caída como pasaba la mayoría de las veces, en cambio, recorrió medio metro hasta el cuerpo tumbado en el suelo y se convirtió en algo más grande de lo que había sido en sus manos.
El fuego se fue apropiando de cada parte de la estancia, siguiendo el rastro líquido dibujado en el suelo. Consumió todo a su paso, dejando tras de sí los restos de la que había sido su vida hasta ese entonces.
Había estado tiritando, con las manos frías y los pies descalzos. Una oleada de calor lo abrumó entero.
La nariz y los pómulos los tenía rojo.
Con los brazos pegoteados, el joven se abrazó y disfrutó por un segundo de la mezcla libertina que lograba el aire fresco a sus espaldas y el asfixiante humo que comenzaba a formarse en el interior de la casa.
A lo lejos podía oírse el bullicio de la metrópoli, que llegaba a él de forma dispersa, opacado por el chispear de la madera siendo corrompida.
Las pequeñas luciérnagas saltaban a borbotones, dando un espectáculo de luces.
Nunca se imaginó tan lleno y tan extasiado en un lugar donde jamás pudo encontrarse. Pero ahí estaba, y era memorable.