Todo comenzó, según recuerdo, cuando aquella mañana vi esa casa en la lejanía, tenía un toque pintoresco y familiar, pero qué sé yo, no soy bueno recordando arquitecturas, mi memoria se destaca por cosas más simples, como las fechas y las personas. El céfiro era agradable aunque preocupante, era señal de que algo sucedería. Siempre que oía ese cantar de los árboles al moverse de un lado a otro ocurría algo. Algo se percibía en el aire, un olor particular que antaño era el aroma más delicioso que mis fosas nasales habían inhalado nunca. Mi falta de memoria ante este acontecimiento me estaba volviendo loco, no tenía dudas de que algo ocurriría, pero lo que me molestaba era no saber si era bueno o malo que en un momento de mi vida me agradara el olor que se hallaba en el aire. Uno se equivoca con tantas cosas en el pasado que luego no queda otra opción que la propia decepción. Y transcurrido un intervalo de veintitrés minutos entre que intentaba vanamente recordar ese olor que se me impregnaba en la nariz y pensar si sería algo benevolente o no, sentí en mi cabeza la primera pequeña porción de líquido que tiene forma esferoidal, luego cayó la segunda y así hasta que comenzó una leve llovizna. En ese momento recordé toda mi vida, y comprendí que la lluvia es una excelente compañera para derramar líquidos que tienen forma esferoidal.