Deseos profundos

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El primer recuerdo que Scorpius tiene de su madre son las manos suaves, que formaban copos de nieve mágicos para ventilar hacia su rostro de bebé y escarcha que cubriese los bordes del corral en que jugaba. Su voz, su risa. La manera en que hacía pucheros a su esposo, cuando él se acercaba a preguntar qué se suponía que estaba haciendo, en lugar de prepararse para ir a cenar con sus padres.

El último recuerdo, antes del comienzo del trimestre de cuarto año en Hogwarts, era su mano agitándose a manera de despedida, desde la cama. Su padre cerraba la puerta despacio y pedía que la dejase descansar hasta que se sintiese bien.

Sólo que nunca se sentía bien.

Ahora, cuando entra al dormitorio de las mazmorras arrastrando los pies, Albus se endereza desde su cama y sigue cada movimiento llevado a cabo con la mirada, como si fuese consciente de que búhos intercambiados a primera hora del día en que vuelven a casa no pueden ser más que malas noticias. Scorpius finge no darse cuenta; comprueba que su baúl esté listo, se cambia en el baño, selecciona un libro para leer en el camino. No quiere ceder ante las ganas de llorar. No quiere que lo note.

Pero Albus no es su mejor amigo sólo porque sí. Se pone de pie cuando debe llegar a la conclusión de que no quiere, no puede hablar. Scorpius se queda quieto, los dos frente a frente.

Albus respira profundo, suelta una pesada exhalación y extiende los brazos a sus costados. Scorpius se echa hacia adelante, cayendo entre ellos como un peso muerto, aunque sin llorar.

—¿Qué hago? —Le tiembla la voz como si le doliese también. Él entierra el rostro en su hombro, lo estrecha. Albus no es cariñoso, así que supone una verdadera muestra de preocupación que se deje abrazar tan fuerte, sin emitir un solo quejido.

—Sólo- quédate ahí. Quédate aquí.

Albus lo vuelve a estrechar. Lo hace casi tan fuerte como él, por esa vez.

0—

El señor Potter probablemente se moleste para el final de las vacaciones de invierno. Intentará hablar con su segundo hijo, Albus se lo tomará a mal, la situación se les escapará de las manos, discutirán; nada nuevo. Scorpius se sentiría peor por ser el detonador de sus disputas, sino fuese consciente de que la madre de su amigo le dejó en claro, desde el primer día, que podía enviarle una lechuza a Albus en cualquier momento y tenía su permiso de visitarlo en la Mansión. No hacían nada malo.

A decir verdad, no hacían nada y punto. No eran el tipo de chicos que dedicaban tardes a jugar Quidditch, no armaban escándalos por los que su padre tuviese que abandonar el despacho del piso inferior para silenciarlos. Scorpius se sentaba en el alféizar de la ventana, Albus arrastraba una silla y la pequeña mesa redonda, jugaban snap explosivo o ajedrez mágico. Se tendían en su cama a mirar el techo, hablaban en voz baja.

Otros lo habrían considerado una gran forma de desperdiciar el tiempo. Pero Scorpius tenía asuntos más importantes en mente que lo que pudiese preocupar a chicos normales de su edad.

El estallido de la chimenea cuando se utiliza la red flu apenas alcanza sus oídos, desde el corredor. Supone que fue usada la chimenea del segundo piso, la de los invitados cercanos a la familia; sólo con esa resolución, se hace una clara idea de a quién pertenecen las zancadas que atraviesan el pasillo.

Scorpius permanece parado frente a su puerta, callado, tenso. Tras unos segundos, el ruido de pasos se ha detenido, la puerta se abre. Si fuese veinte o veinticinco años mayor y no hubiese dormido bien en varios días, estaba seguro de que luciría igual que la persona que sale del cuarto.

Draco hace una breve pausa, encarando a su hijo. Luego parece que lo que lo sostenía se desinfla y pierde el soporte. Sacude la cabeza.

—Tu amigo ya llegó —Comenta, en un susurro. Scorpius traga en seco y asiente, con los ojos llenos de lágrimas que no va a permitirse derramar, porque sería aceptar lo único que no quiere que suceda.

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