No es tan fácil, Charl

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Los vasos estallan a la novena tonada emitida desde la nueva rockola comprada a principios de semana. Carteles vistosos y las bombillas colgantes se despedazan al perforarse las paredes y el techo con cientas de docenas de balas saliendo de cañones delgados y mortales. Las mesas son volteadas como barricadas improvisadas de las que astillas de madera saltan en combinación con el humo, la sangre y las sobras sin oportunidad de degustar. El afiche de un conocido cantante de la época es fulminado por tantas balas que se vuelve un rostro desfigurado, viéndose igual al cuerpo desconocido apoyado en la misma pared donde estaba todavía colgado, del cual ya cara no parece quedarle más que viseras explotadas y dientes mostrados por una sonrisa llena de sarro y caries, burlista de la situación.

Afuera, la muralla de autos negros y armamento ilegal impiden que los refuerzos policiales atraviesen fácilmente hacia restaurante, que esa tarde su almuerzo ejecutivo se sirve con una matanza como acompañamiento principal. El vino rojo tiene sabor a sangre, y no queda suficiente personal vivo para atender a los gangsters y a los clientes que gritan por auxilio y venganza. La rockola sigue con su animada tonada, luchando por hacerse notar entre el bullicio de alaridos, disparos, risas y maldiciones. Canta en inglés a pesar de que sus escuchas hablan idiomas de otras tierras, y sus luces parpadeantes y coloridas, al menos la mayoría, siguen casi intactas.

El anuncio por fuera de la ventana continúa precariamente sostenido de una esquina, promocionando el descuento en el postre si llevabas a un amigo o compañero de trabajo. Desafortunados los que llegaron por los precios, por quedarse en fuego cruzado de una venta mal llevada.

Con las sirenas de los policías acompañando la música, los pocos que aún quedan pisan a los muertos aliados y enemigos, a los inocentes y a los culpables por igual. Uno aplasta tan fuerte el pecho de una mujer que poco faltó para atravesarla y quedar con su zapato hundido en el cadáver destrozado. Otros intentan arrastrar a algunos sobrevivientes de su bando, pero terminan por dejarlos tirados luego de ejecutarlos a modo de último favor, evitando que de sobrevivir sean torturados o revelen información delicada contra la familia.

En media balacera, cuando él estuvo a dos metros de llegar a la salida trasera hacia el callejón, una bala le atravesó de lado a lado.

Cuando su asesino se creyó victorioso, lo último que vio este fue una Smith and Wesson Model 27 Magnum y a unos labios ensangrentados ensancharse al jadear:

"-No vemos en el infierno, perra."


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El televisor proyecta su luz desde la mesa desgastada y a poco de quebrarse en la que reposa. Los presentadores del noticiero intercambian roces intimidantes entre ellos con informes de la ya cotidiana guerra de territorios que se intensifica al llegar la fecha de exterminación. Los parlantes distorsionan las voces televisivas por lo viejo del aparato y la señal suele irse por momentos si hay una vibración fuerte de alguna explosión a pocas cuadras. Las grietas en las paredes enmohecidas son fisuras de donde emergen pequeños parásitos que buscan sobras de comida o cadáver, lo que repare su suerte, y en el piso poco aseado se arrastran larvas asustadas por los bullicios en los otros cuartos del motel.

Angel Dust mira por la ventana rota los restos humeantes de algún edificio que ya no recuerda, en una calle que quizás aún no ha transitado y con el panorama de un sombrío infierno eterno atacado por los servidores del cielo. Los brazos auxiliares sostienen una botella medio vacía y un cigarrillo arrugado que van a parar a sus labios humedecidos constantemente al morderlos y lamerlos en ansiedad. En los principales, su barbilla y las hebras de cabello desordenados. El ruido de una pelea en la acera al otro lado de la calle lo entretienen mientras espera a la llegada de su cliente. Silba para animar la discusión que no tarda en llegar a los golpes y apuesta desde la distancia por el sujeto del brazo de hacha. Aquellos círculos en dos grupos de tres bajo sus ojos se contraen al sonreír por saberse ganador en cuanto el perdedor queda sin cabeza. Ahora sube los ojos y queda, resignado, con la vista al enorme y llamativo letrero del Happy Hotel.

DistorsiónWhere stories live. Discover now