QueBesaSuMano, Boletín especial: todo tuyo Rufio, N°6 (agosto de 2016)

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   Silvio Reverón conducela locomotora del Ferrocarril San Martín. Decir que conduce es desmesurado:antes bien controla un poder unidimensional que consiste en decidir si el tren avanzao retrocede, además de sus velocidades. La experiencia y el tedio le hanenseñado a desempeñarse con la tesitura de los sabios y los idiotas: hora trashora mueve las palancas con perfecta apatía. Si bien comparte las formacionescon otros maquinistas, ha logrado apropiarse de aquellas cabinas donde trabaja colgandoen cada una de ellas un par de escarpines rosas, ahora grises de polvo, quealguna vez fueron de su nieta, la misma que ahora le sonríe desde una foto sujetadacon un clip a su planilla de horarios.

   Hoy los ciclos secompletaron una, dos, tres veces. Durante el cuarto, mientras se dirige a laEstación Villa del Parque, su mirada cae distraída sobre una silueta difusaclavada a la mitad del puente de Avenida San Martín, que a los lejos cruzatransversalmente las vías. En un instante de segundo la distancia se acorta losuficiente como para reconocer que se trata de una persona apoyada contra elpretil, quizás un peatón que pasaba y se detuvo para atender una llamada.Piensa que no ha llamado a Nora, su mujer, para recordarle que debe tomarse lapresión. El peatón se mueve y hace gestos, con certeza debe ser difícil hacerseescuchar junto al estrépito de los autos. Junto a él, entre los espacios de labalaustrada Reverón nota una sombra baja que no termina de entender. Apenas lleguea la estación le mandará un mensajito rápido, resuelve el maquinista. Entre lasnubes se forma un claro por donde el sol de la tarde se cuela y cobrandefinición las sombras del puente; la sombra junto al hombre es una moto. Unamoto. Como una pregunta inesperada lo asalta el pensamiento de que ese puenteno es peatonal.

   Al menos siempre así lo hacreído; inconscientemente le atribuía alguna pasarela oculta, invisible desdelas vías. Los durmientes traquetean bajo el peso de la formación. Se lehabrá descompuesto la moto y paró a repararla, eso es todo. Puede que no sepanada de mecánica, como su yerno, y esté pidiendo indicaciones por teléfono. Esoes todo

   ...¿Pero cómo explicar quehaya decidido detenerse a mitad del puente, arriesgándose al tránsito, cuandobien podía arrastrar la moto descompuesta hasta el nivel de la avenida? A pocascuadras está la Avenida Warnes, con seguridad habría de encontrar un tallerabierto.

   Presa de un reflejoinsospechado, su mano intenta aflojar levemente la palanca de velocidades. Lareacción de la mano es una forma perentoria que Reverón traduce en una metrallade conclusiones: si el hombre no espera indicaciones por teléfono, quizás podríaestar esperándolo a él; si piensa arrojarse a las vías desde el puente, concerteza no llegaría a desacelerar a tiempo para evitar arrollarlo, al menos nosin clavar los frenos. Reverón vacila, los escarpines van y vienen, en lacabina una idea decanta: a un tiro de piedra lo aguardaba una vida o unamuerte.

   En un reverbero, evocasus experiencias pasadas (el joven de rulos que lo esperaba escondido, como jugando,detrás de la viga al extremo del andén; el gordo de Combatientes que llegó aver por el retrovisor mientras se tiraba de palomita entre los ejes). Busca enlas anécdotas de los compañeros la figura de un puente. Fornello, el mendocino,una vez cuando trabajaba para el Mitre, atropelló un bulto peludo y combativo queun pendejo desgraciado le tiró desde el puente naranja de Medrano. ¿Podríatratarse de otro sádico?

   Fuerza la vista para examinar la figura, ya tan grande como su mano, que ahora sube y baja, arremetiéndose contra el pretil. Negro, a la altura del pecho, apenas se recorta una protuberancia contra el atardecer gris de La Paternal. Gana un respiro en la indignación; no sería la primera vez que pise uno de los tantos gatos que vagan en las vías.

    Pero los ojos no transigen y traen otra forma. ¿Pechos? Reverón y su mano se estremecen. Es una mujer, una chica de pelo corto. Sin sacarle los ojos de encima, bate por primera vez contra la bocina.

   El quejido grave espesael aire. Advirtió que ella seguíamoviéndose sin salir de su lugar, repite una serie de cabeceos espásticos conlas manos llevadas a la cara. No hay celular, sólo el llanto desesperado de laincertidumbre. Reverón imagina la carga de pasajeros: trabajadores volviendo acasa, estudiantes de turno vespertino, madres dando pecho. Ahora la mujersacude los brazos sobre su cabeza y Reverón quiere leer arrepentimiento.

   Jala por segunda vez labocina y con el aire se dilata el momento en la misma jalea densa de contrafrentesborrosos. La locomotora penetra entre ranchos precarios levantados al costadode las vías, se sumerge en un vórtice confuso de chapas y ropas tendidas queparecen derramarse en vetas por los laterales de la cabina. La mano se afirmaen la apuesta que no se arrojará. Pronto lo cubrirá la sombra del puente.Reverón se agazapa sobre el tablero con los ojos ya clavados en los de esachica que no está llorando, que nunca pensó en arrojarse sino que se abatía porel esfuerzo de advertirle a gritos, que ahora extrae de sí una esferaincompleta y se la tira con furia el casco cayendo en espiral la bocinaimplacable la trayectoria en picada la mano contrayéndose... Y delante, el horror, en forma de un cuerpito herido, atrapado entre los duermientes.

 Y delante, el horror, en forma de un cuerpito herido, atrapado entre los duermientes

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