Un pie delante del otro, lentamente, con cautela.
La nubosidad acaricia los pies descalzos, lo disfruta y tal placer le recorre por todo el cuerpo. Tal como una descarga.
Cada desplante es incierto, cuando parece que va hacia allá, se devuelve al acá.
El azar la guía y ella complacida lo sigue.
Explora, alimenta su sed de curiosidad.
Cada vez más cerca y cada vez más lejos.
Su curiosidad es fuerte, firme, persuasiva.
Merodea más allá de donde cualquiera de sus semejantes iría.
La frontera.
La nada.
Donde ambos mundos se conectan. La delgada línea entre lo conocido y el misterio. Ellos, y los otros ellos.
En aquella frontera, justo del lado contrario, en las tierras adversarias; en aquellas montañas recubiertas de una neblina lúgubre, un par de ojos fogosos danzan siguiendo el recorrido del pequeño ángel, inexperto, frágil.
Entonces desciende apresurado, el deseo invade su cuerpo. Un cazador que lucha severamente contra las ansias de atacar a su presa.
El ángel detiene sus pasos. El cazador corre y frena justo frente al ser.
Toma asiento, y el ángel hace lo mismo.
El ángel admira su descubrimiento.
Nada que haya visto antes, es tan bello.
Su piel grisácea, su libre piel. Piel que ciñe tan perfecto cuerpo que no teme ser expuesto. Rostro varonil cincelado con delicadeza y acompañado de unos cabellos rizados y tan oscuros como la pupila que la mira tan penetrante, pupila que es rodeada por iris y esclerótica rojizos y luminosos como la lumbre misma. Tal belleza la satisfacía enormemente.
Una débil risa escapa de los finos labios del ángel, correspondida por la encantadora sonrisa del otro. Tal acción
El ángel, inmerso en sus pensamientos, nadaba en preguntas y más preguntas. Tenía sed de conocimiento, sentía morirse tras cada segundo de eternidad que pasaba.
“Hola”, saludo que retumbaba en la cabeza del ángel, saludo con voz grave y deliciosa, saludo que ansiaba y temía.
Tal saludo que creó el silencio más insoportable, hacía ruido en la mente pura. Tan curiosa como tímida, contenía en ella deseos voraces de extinguir el ruido, pero su lengua no atendía sus peticiones y sólo pudo sentir la vergüenza postrarse en sus mejillas antes pálidas. Estaba pronta a huir de ahí, de pie, esperando a desvanecerse, pero su cuerpo no respondía.
La mirada inocente se desprendió del cazador y fue clavada en el suelo, sus piernas tremulantes y los puños cerrados y cargados de frustración lo decían todo.
Carraspea inútilmente el otro; ella, paralizada y ardiendo en las flamas de la vergüenza, carecía de valor para devolver la palabra o para siquiera darse vuelta y deslizarse lo más lejos de aquel lugar.
Carraspea nuevamente, un carraspeo fuerte con el poder de levantar el suave rostro del intranquilo ángel.
Ojos negros que sostenían la mirada pura, ojos negros que provocan nuevas sensaciones en el cuerpo frágil, ojos negros que no va a olvidar jamás.
Ardía por dentro, la incertidumbre la quemaba. Los ojos negros la encadenaron, y sentía placer de estar bajo los efectos de tan penetrante mirada.
Aquel contacto visual era extasiante, era anormal, era adictivo. Resultaba incluso un reto, un jugueteo pícaro, un juego que no quería perder.
Las llamas de la vergüenza se extinguieron, en sus ojos negros, seductores y nobles, halló la calma que buscaba. Estaba lista.
Sonrió con dulzura, sonrió con plenitud. Dispuesta a corresponder su saludo, fue interrumpida por las campanadas que se escuchaban a lo lejos.
Los ojos puros, ahora grises cual cielo triste y derrotado. Era momento de regresar.
“Adiós”, fue lo último que salió de los rosados labios.
Ella dio la vuelta y se fue, seguida por los ojos del cazador hasta perderse en la lejanía.
Y él sonrió una vez más, tenía la certeza de que volvería a degustar de su presencia en una nueva ocasión.