Lola

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El silencio se hizo más fuerte cuando Lola entró en el ascensor, abierto en la séptima planta. Aquel viernes, la chica iba subida a unas botas negras de tacón ancho. Sus piernas eran abrazadas por la tela azul de unos vaqueros a la cadera, y tras los escasos centímetros de piel bronceada comenzaba la cazadora abierta. Sobre el cuello escotado de la camiseta clara, asomaban sus pechos apretados y redondos, emulando la silueta de un corazón que latía al ritmo de su respiración. La melena castaña tenía el ondulado aspecto salvaje que, irónicamente, solo se obtiene con dedicación y maña con las tenacillas. Los rasgos exóticos de la chica componían un rostro atractivo, de líneas suaves, perfilados ojos felinos y labios carnosos envueltos en brillo.

Al igual que el olor a azufre se relaciona con el Diablo, Zalo relacionaba el olor a almizcle con Lola. Este parecía embriagarle cuando, cada mañana, debían compartir ascensor hasta la planta baja. Calificarla como provocativa era quedarse corto. Lola se hallaría a mediados de la veintena, y era una fiera. O eso deducía el hombre del traje por las serenatas nocturnas que habían generado todo un conflicto en el edificio. Varios vecinos, capitaneados por su esposa venida a presidenta de la comunidad, se habían quejado de las audibles y frecuentes sesiones amatorias de la chica. Quizás por eso, desde hacía unas semanas ni siquiera se saludaban al coincidir puntualmente en el ascensor.

Las puertas se cerraron, y la cabina comenzó el descenso que Zalo tenía cronometrado en veintiún segundos.

— ¿Sabes qué? — la voz de Lola le sonó más grave a como la recordaba al escucharla discutir con su mujer. No se miraron, sino que mantuvieron los ojos fijos en el reflejo distorsionado que les devolvían las puertas metálicas—. Me encantaría que esta tarde volvieras media hora antes del trabajo. Que entraras en mi piso, y sin decirme nada me follaras tan duro que la seca de tu mujer se volviera loca dando golpes contra el suelo — la cadencia tortuosa que dio a sus palabras se prolongó hasta que la planta baja se mostró ante ellos —. Dejaré la puerta abierta para ti.

Lola se alejó como cada mañana, como si no acabase de hacerle una proposición con tintes de locura. El hombre trajeado dudó de la realidad mientras se deleitaba con los andares gatunos de la chica que, sin mirar atrás, salió a la calle desapareciendo de su vista.

Para un director de sucursal bancaria de treinta y siete años, tener a tiro a una fémina de tal calibre era una situación difícil de gestionar. Estaba casado con Carmen, una mujer sofisticada de clase alta cuyo padre había puesto a Gonzalo en su puesto tras la boda. Su esposa era delicada, fría entre las sábanas como solo lo son las creyentes. Siempre lo había sabido, pero en conjunto, era una gran opción. Zalo no creía en el amor, no aspiraba a grandes historias románticas sino a un rutilante éxito. Buen salario, trabajo cómodo, ático de lujo, formar una familia ejemplar.

Aún así, los alaridos sexuales de su vecina de abajo, que ocupaba uno de los pequeños pisos creados al dividir la distribución del suyo propio en tres, habían logrado que se la machacara con fuerza en la intimidad de la ducha fantaseando con la voluptuosidad contraria a la figura de su esposa, más acorde a la de una bailarina de ballet.

Trató de olvidarlo, de tomárselo como una alucinación. No pudo. Ni siquiera las miradas disimuladas a la nueva y atractiva gestora lograron hacerle olvidar a su vecina. Su vecina y sus labios siempre entreabiertos. Su vecina y su voz algo ronca tras una noche exclamando placer. Su vecina y su trasero remarcado cuando apretaba los muslos. La fantasía parecía matarlo poco a poco, y aunque se lo negaba a sí mismo supo que lo probaría.

Lola asistió a clase, como cada mañana. Estudiaba arquitectura, una carrera que se le había atragantado y en que llevaba ya siete años. Era una chica obstinada, así que jamás renunció a continuar estudiando. Ni siquiera cuando sus padres, hartos, le retiraron el apoyo económico. Se acercó a preguntarle una duda a su profesor, encargándose de darle una buena visión de sus pechos que pareciera fortuita. Al anciano pareció faltarle el aire, y la chica consideró que con la extorsión adecuada en caso de necesidad, bien podría forzar el aprobado de aquella asignatura a finales de curso.

LolaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora