Silencio.
Eso era lo que había entre ambos ahora. Nada más.
Y aunque casi podía sentir sus sentimientos siendo lentamente destrozados, aunque sabía que los estaba destruyendo con sus propias manos, no lloraba. Quizá porque ni siquiera podía creer aún que todo eso fuese cierto. Tal vez porque tenía la esperanza, leve, efímera, de que en algún momento despertaría y todo habría sido un mal sueño.
No. No valía de nada engañarse, ya sabía que no. Ya sabía que era real.
Ya había experimentado esa sensación antes, una cicatriz en la parte baja de su abdomen se encargaba de recordárselo cada vez que el espejo le devolvía su reflejo.
Ya conocía ese sentimiento. Sin embargo, conocerlo no significaba aceptarlo. No significaba que doliese menos.
Ahora, delante del que en pocos momentos sería su excompañero, sabía que nunca podría asumir esa clase de dolor. No podía asumir que, en cuanto cruzase esa puerta, en cuanto dejase de estar al alcance de su mano, en cuanto sus ojos dejasen de ver los suyos, tuviese que simplemente aceptar que nunca más le vería. Que nada sería igual.
Otra vez.
¿Pero tenía derecho a impedirle algo? Realmente, ninguno. Su relación no había sido nada más que un entretenimiento, no pactado, no hablado, para ambos. Algo que les liberaba por un instante de la realidad. Un lapsus. Algo que estaba destinado a acabar, porque Chuuya ya no creía en los «para siempre» y Dazai quizá nunca lo hubiera hecho.
Nada era para siempre.
Intentó sonreír, intentó decir que no le detendría. Que no sería él quien le pusiese trabas en su camino. Pero veía en los ojos de Dazai —oscuros, más oscuros como jamás los había visto— la tristeza. Y comprendió que él tampoco quería decir adiós. Comprendió que para él también significaba algo.
Más de lo que ambos hubiesen querido.
Cuando Chuuya le besó en aquella tarde de verano, hacía ya dos años, ambos con dieciséis y un mar de problemas propios que no sabían solucionar, no pretendía siquiera que le correspondiese. Chuuya era impulsivo por naturaleza, ni lo pensó demasiado cuando se dio cuenta de que estaba besando a su compañero, y que él le seguía el juego.
Ninguno de los dos pensó en ello como algo que significaría demasiado. Solo se tenían el uno al otro, solo era algo físico y curiosidad de adolescentes. Para ambos los besos no significaban más allá del acto de juntar sus labios.
Pero ahora, frente a frente, en esa fría noche sin tan siquiera luna y sabiendo que se separarían sin una pista de cuándo volverían a verse, si es que lo hacían, se daban cuenta de su error. Chuuya podía verlo en los ojos de Dazai, porque estos siempre habían hablado mucho, muchísimo más, que todo lo que su compañero pudiera decir, con verdades ocultas tras sonrisas y burlas.
Y tal vez Chuuya ya no creía en los «para siempre», pero en algún momento había aceptado como una verdad universal que Dazai siempre estaría a su lado. En algún momento, se había acostumbrado tanto a su olor, a su tacto, a su voz, que ni siquiera concebía un día sin él a su lado. No habían estado juntos toda la vida, pero esos tres años habían podido pasar por ser una eternidad.
Pero, esta vez, fueron los labios de Dazai quienes encontraron los suyos. Chuuya no se quejó, pero se preguntó, mientras enredaba las manos en el suave cabello de su compañero, por qué.
Si le dolía tanto como a él, ¿por qué se iba? ¿Por qué le dejaba atrás? ¿Por qué no se quedaba a su lado?
Pero no podía pronunciar las preguntas con el beso nublando todos sus sentidos. Desesperación era lo que transmitía. Dolor. Tristeza.
¿Por qué, Dazai?
—Dazai... —las manos de su compañero, suaves, conocidas, siguieron acariciando la piel por debajo de su camisa, pese a haber cortado el beso—. Déjalo.
Sus ojos marrones, esos que raramente se veían en público sin estar uno de ellos vendado, le miraron como si le estuviese pidiendo perdón. Como si no quisiera herirle.
Chuuya conocía esa mirada. Conocía, en realidad, todas sus miradas.
—Vete. Sigue adelante —se echó hacia atrás, separándose de él. Sintió el frío donde antes había calidez—. Si has decidido cambiar tu vida, hazlo. No seré yo el que te lo impida.
—Chuuya...
Dio un paso hacia delante, intentando tocarle con sus dedos, pero el pelirrojo negó con la cabeza y su mano se quedó en el aire. La apretó en un puño y la bajó, derrotado. Más derrotado de lo que le había visto nunca.
—No haré preguntas, Dazai. Al menos, no esta noche. No ahora —aunque las tenía. Tenía demasiadas, pero no las haría. Porque eso era lo más cercano que tenía a una promesa de volver a verse—. Es tu decisión. Solo has venido a despedirte, ¿verdad?
Desvió la mirada, y Chuuya no necesitó más como respuesta.
—Bien, ya lo has hecho. Di adiós, y márchate.
Si no se marchaba ahora, quizá Chuuya no le dejaría irse después. No estaba seguro. Chuuya había estado acostumbrado a su presencia a su lado, y seguía estándolo. No sabía cómo iba a reaccionar más tarde si no se iba. Si se quedaba sería peor, porque aumentaría esa costumbre.
Silencio.
—Chuuya, yo...
Chuuya alzó una mano.
—No, Dazai. No digas nada más —sonrió, y sintió la tristeza y las lágrimas en el borde de sus ojos—. No hay nada más que decir.
Otra vez, el silencio. Solo había silencio.
Y era mejor que siguiera así.
Iba a ser peor si decía algo. Chuuya no quería escuchar sus disculpas, porque dolería más. No quería oír su voz, porque la extrañaría más. Y como Dazai era impredecible, no quería escuchar algo que pudiera herirle más de lo que ya lo hacía su sola mirada.
Pero, como bien había pensado, Dazai era impredecible. Incluso para él. Repentinamente le atrapó en sus brazos, en un abrazo fuerte, como si fuera Chuuya quien iba a irse.
Como si fuese Chuuya quien había dicho «me voy», con una seriedad que dejaba en claro que no era un día o una semana o un mes, sino más. Tanto, que no sabía siquiera si sería una década o toda la vida.
No pudo evitar que la calidez de su cuerpo inundase más sus ojos de lágrimas, y se aferró a su camisa blanca como si estuviera evitando caerse a un abismo.
¿Por qué le hacía eso? ¿No podía simplemente marcharse? ¿No veía acaso, tan listo como era, que así solo dolía más?
—Gracias —susurró en su oído, y Chuuya sintió las lágrimas corriendo por sus mejillas.
Le separó de un empujón y dio media vuelta, todo para que no viese sus lágrimas. O quizá, para no verle marcharse. Dolería más.
La ventana le devolvió su reflejo, el de un muchacho de dieciocho años con un fiero cabello rojo que cada vez crecía más y unos ojos azules llenos de gotas de agua que caían sin hacer ruido alguno.
A través de ese mismo cristal captó la última mirada de Dazai, tan triste como su sonrisa, antes de dar media vuelta y desaparecer tras la puerta. El sonido seco que hizo al cerrar inundó toda la estancia, y Chuuya no pudo mantenerse más de pie, derrumbándose en frente del ventanal de su apartamento, su mano apoyándose en el vidrio que le devolvía su imagen.
La imagen de un muchacho de dieciocho años que estaba perdiendo, sin poder hacer nada, la única persona a la que había podido llamar «amigo». A su compañero. A quien había sido una constante desde sus quince años.
El eco del sonido de sus pasos alejándose se desvaneció en un latido, y solo quedó el silencio.
Quizá podrían haber sido algo más. Si hubieran tenido un día, un mes, un año, incluso otra vida.
Pero no esa noche.
Esa noche, solo había silencio.
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𝐇𝐮𝐬𝐡 𝑯𝒖𝒔𝒉
Fanfiction[𝚂𝚘𝚗𝚐𝚏𝚒𝚌] [𝙲𝚊𝚗𝚘𝚗𝚟𝚎𝚛𝚜𝚎] «Otra vez, el silencio. Solo había silencio. Y era mejor que siguiera así. Iba a ser peor si decía algo. Chuuya no quería escuchar sus disculpas, porque dolería más. No quería oír su voz, porque la extrañaría...