No dijo hasta luego.
Simplemente dio media vuelta y se fue por donde vino, ni siquiera sonrió al -no- despedirse. Era frío como el agua en un día lluvioso y, como tal, había calado en las vestimentas de mi corazón.
Agua. ¡Agua! Tan dulce como la de los ríos y a la vez tan salado como el mar; así era él.
Era tal que, cuando íbamos a por un café, pedía uno para sí, otro para mí y otro más para la persona que estuviera un metro a su derecha. Si no había, invitaba al camarero. Tenía sus manías al igual que yo las mías, como morderme las uñas cada vez que lo veía sonreír.No pensé que fuera la última vez que le vería darse la vuelta, pues al fin y al cabo siempre nos encontrábamos en el bar de la esquina desde hacía menos de diez años.
Era predecible. Todos los días a las ocho y media de la mañana en el taburete que estuviese más a la izquierda de la barra para tomar un café bombón -exceptuando los martes, que se ponía a la mesa que había al lado de la tragaperras y pedía un café con leche fría-.Sus manos siempre estaban frías, como él. Sin embargo, tenía la sonrisa más cálida de toda la ciudad.
A veces me preguntaba si no podía calentarse las manos, ¡ay, tonto de mí! Lo único que calentaba era mis mejillas, que se volvían del color de su pelo.Era agua, sí, y por eso necesitaba más, pues era el oasis en el desierto de mis pensamientos.