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Era viernes por la tarde, y aunque todos coincidían en que era un día normal entre semana, no podían borrar las sonrisas al saber que era fin de mes; lo que significaba dinero y dos días de descanso seguidos. Aunque NamJoon no podía decir lo mismo.

Los halagos y las palabras de apoyo eran bien recibidas con gratitud agrandando su sonrisa con orgullo al saber que el trabajo en el puerto pesquero ayudaría mientras tanto y aliviaría la pena. Porque a pesar de las sonrisas que intercambiaba con alguno de sus compañeros y lo bien que podía disfrutar del trabajo, lo que hacía por el resto de la tarde-noche no era precisamente honesto.

Kim NamJoon tenía veintidos años, era feliz antes e incluso ahora trabajando con el olor asfixiante de los mariscos, pero poco antes de irse a Seúl para estudiar derecho, su abuela enfermó por culpa de la tan avanzada edad. Y por más que la anciana le calentara la cabeza con la idea de ir a cumplir su sueño, prefirió quedarse y trabajar en lo que sea que pudiera brindarle los gastos médicos de su cuidado.

Pero esa no era la única piedra en el zapato de Kim NamJoon. Constantemente se decía a sí mismo que aun era demasiado joven como para sufrir algún tipo de estrés crónico. Pero con la falta de dinero en casa, una abuela enferma y una manada de perritos callejeros que alimentar, sentía que en cualquier momento le saldrían canas verdes. Sin contar los pagos que debía hacer mensualmente por los servicios y el alquiler de la casa del pequeño barrio en donde vivían.

¡No podía ser tan cruel y dejar a su abuela sola!

Pero incluso con varios y pequeños trabajos donde no requirieran de su tiempo completo, le era imposible juntar el dinero necesario. Y cansado de todo, NamJoon se vio en la gran —y casi justificable— necesidad de cometer pequeños actos deshonestos.

Y es que cuando de delitos se tratan no necesariamente son de portación de armas ilegales, adulteración de documentos o desfalco. Tampoco quería ser condenado a prisión por asesinato, extorsión o fraude. No señor, no era un desalmado y mucho menos estaba loco.

Los tratamientos para la abuela Kim no eran ni por lejos baratos, debía pagar la renta y al mismo tiempo cuidarla para que en un arranque de necedad no se levantara de la cama e hiciera su oficio.

Entre el tiempo en el puerto y ayudar a las señoras grandes con las compras del supermercado, NamJoon pasó la mayor parte del mes ahorrando dinero mientras se martirizaba pensando en lo que tenía que hacer después; el problema no era qué y cómo, sino que su obvia falta de experiencia le hacía ver como el más tonto de los ladrones, si es que ver su objetivo sin hacer nada más que darse pequeñas porras mentales se consideraba robo. Porque en realidad jamás lo había hecho y esta sería la tercera vez que lo intentaría.

—Vamos, no puede ser tan difícil—susurró. El parquímetro estaba justo frente a él, y entre su puño apretaba fuertemente la delgada gubia que tomó prestada de la caja de herramientas de la abuela.

Era tan malditamente irónico. Kim NamJoon, el futuro abogado del que podrían sentirse orgullosos estaba a punto de cometer un delito.

El cielo iba forrándose de estrellas y la media luna en el punto más alto se dejaba ver poco a poco, el suéter negro y la gorra que cubría su cabeza le daba la apariencia de ser alguien sospechoso. Sin importar que la suerte estuviera de su lado o no, esa calle no era tan concurrida como lo era por la mañana y la tarde. Pero incluso antes de que pudiera manipular el aparato traga monedas, del pequeño local frente a él salió un niño —bien, no era precisamente un niño— pero su cara inocente y de chico bueno le daba ese aspecto.

—¿Qué haces?—su voz era suave y de un digno delator.

¿Y ahora qué? ¡No podía deshacerse de él tan fácilmente!

El ladrón y el chico curiosoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora