Prólogo

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El hedor apareció al alba y perduró en el ambiente incluso tras la puesta de sol. Seguía allí, a escasos metros de la puerta de entrada de El Orco Sobrio, aquel tugurio de mala muerte que demostraba que fuera de Balesa también se podía hallar la decadencia.

Apestaba a agua revuelta de alcantarilla, vino barato de tetrabrik y al declive de la humanidad; acompañado el olor del sonido de música amortiguada, bocina de coches con furiosos conductores, gatos enfrascados en el celo y gritos de borrachos.

Balesa aquella mañana me había resultado el verdadero agujero que todo el mundo prometía que era, y todas las notas de prensa que había leído sobre el barrio me parecieron piadosas en comparación con la realidad de la que yo había sido testigo.

Siempre había sido plenamente consciente del Infierno terrenal en el cual había nacido, la mayor bajeza en el primer mundo; pero en mi eterna esperanza de conseguir escapar de aquel lugar por mis propios méritos siempre había negado que Balesa arrebataba el alma. No recordaba la última vez que había sentido tal vacío existencial al pasear por sus caóticas calles, la sensación de creer que nunca podría salir de allí. Balesa era veneno. Dejaba un regusto a delincuencia salvaje, crímenes que se gritaban y quedaban en secretos desvelados, prostitución y proxenetas que transmitían asco y odio; camellos y drogadictos que caían dormidos en cuanto conseguían saciar su "mono". Aquel era mi mundo, pero lo que más me aterrorizaba era pensar que formaba parte de él, que verdaderamente era una más de ellos; que en algún futuro sería una de esas mujeres que han perdido los dientes y la carne y acosaban a transeúntes y vehículos para poder pagar la farlopa un día más.

Mi mente había ampliado su espacio de almacenaje y me hacía ver de forma tardía lo que era todo aquello; las anécdotas se convertían en palpable realidad y ya ser barriobajera no significaba únicamente ser una malhablada busca peleas; el concepto que yo siempre había utilizado. No. Comenzaba a incluir más significados que por algún motivo habían decidido hacer acto de presencia y no me gustaban para nada.

Los vagabundos no eran únicamente sin techos con interesantes historias que contar y un perro fiel como única compañía; ni las prostitutas mujeres carismáticas que sabían demasiado de la vida perra y los hombres; y los camellos no se resumían en el grandullón que se sacaba un dinero extra con ilegalidades que quizá podría ahorrarse.

Mi ceguera voluntaria aquella mañana se había disipado junto al vaho que se alzaba sinuoso frente mi cara y el sonido de mis pisadas en aquella carrera matutina por el barrio. Yo había peleado, derribado y vencido a yonkis que combatían por droga; a putas que luchaban porque su chulo así quería o para poder ganar dinero y largarse de aquella alcantarilla; sabía que un padrino no era alguien simpático que llegaba y decía <<me gusta cómo te mueves, chico>>.

Yo apestaba a rata sucia de Balesa.

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OBRA PUBLICADA POR EDITORIAL TITANIUM.

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