Sacramento salvaje

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Era demasiado joven. Estaba listo, era fuerte como los demás y, más importante que eso, tenía la determinación necesaria, el entrenamiento necesario. Había luchado con hermanos más grandes y fuertes que él. Mayores. Aún así, no podía ir con la manada a explorar la densa tundra. Aún no se lo permitían pues le faltaba una luna más. Sin embargo, lo único que el cachorro deseaba, con todo su corazón indomable, era cazar.

No solo traían la comida que procuraba la supervivencia de la manada, los lobos que volvían de aquellas legendarias expediciones jamás eran los mismos. Su sabiduría, cincelada por las escarpadas montañas lejanas, era objeto de honor y renombre. El cachorro soñaba desde su hogar en la cueva poseer la sabiduría de aquellas lejanas montañas. De repente, un sonido lo despertó. Era dulce y melodioso como el trino de un ave. Provenía del bosque distante, donde se vislumbraba un brillo cálido entre los pinos nevados. El cachorro, cubierto con su pelaje, avistaba curioso desde la caverna aquel paisaje indómito bajo las luces del norte. Nunca había presenciado algo similar en esta tundra reinada por el silencio. Esta noche era especial. No podía esperar una luna más.

El cachorro empezó su travesía salvaje inmediatamente dirigiéndose con trayecto inerrante hacia su destino brillante. ¿Qué era aquel cálido fulgor que moraba en el corazón del bosque prohibido? Usando su corazón como compás, recorriendo el hielo, el cachorro gemía hacia su meta feroz. No hubo obstáculo que no pudiera sortear ni peligro que no supiera vencer. Su cuerpo estaba listo para el mundo y su corazón también. La noche lo llamaba inmortal. Finalmente, algo lo hizo pausar. No lo azotaba la fatiga, sino la reflexión. Había llegado a su destino, el bosque yacía frente a él. La fuente del cálido resplandor y el melodioso aire se sentían tan cerca que los latidos de su propio corazón salvaje lo ensordecían. No temía, pero debía prepararse para encontrar algo que jamás había visto antes. El cachorro solitario se sumergió en la espesura del bosque ártico y pronto se encontró con una espeluznante escena.

Un cúmulo incandescente se erguía entre la selva. Esta magia desconocida llenaba de asombro al cachorro y se reflejaba en sus pupilas. Pequeñas chispas fulgurantes flotaban danzando alrededor haciéndolo sonreír. Entonces lo vio. Desnudo, en medio de este ensueño, yacía un ángel en la nieve. La figura rígida y azulada por el frío reposaba sobre nieve surcada en todas direcciones por rastros de una manada hambrienta de lobos que habían acabado con su vida. Solo entonces el cachorro se percató de que la melodía había desaparecido. Un arpa desgarrada que yacía junto al ángel aún ocultaba algunos sonidos cadentes.

Dos diminutos ladridos tristes salieron de su garganta ahogados por el dolor de un joven corazón herido. El cachorro comprendió que el mismo grosor de su pelaje que lo protegía contra el viento no lo protegería contra la frialdad que existe en el mundo. El lobezno caminó sobre el cuerpo del ángel acercando su pequeño hocico hasta los labios enrojecidos con sangre. Miró por un momento aquellos ojos cegados por la muerte depositando lágrimas sobre ellos y se acostó enrollándose sobre su pecho extendiendo su pata sobre donde el ángel posaba una de sus manos inertes. Allí se quedaron ambas criaturas hasta que el alba derritió el cuerpo del ángel dejando en su lugar una flor de amaranto de color incandescente que jamás iría a marchitarse.

Ahogado en lágrimas blancas como la nieve, el cachorro decidió hacer una promesa: formar un pacto con los despojos de aquella criatura fugaz, un sacramento que las futuras generaciones jamás olvidarán. Acarició aquella flor con la pata esperando siempre recordar el trágico evento que había acontecido y mantenerlo cerca de su corazón.

El resto de la manada, sin embargo, no fue capaz de comprender esta lección. Los lobos solo creen en lo que ven delante de sus narices y en recibir lo que dan en partes iguales.

Honraré al ángel en la nieve, aulló el cachorro desde su cueva iluminada por las luces del norte, preguntándose si quizá alguna luna favorecedora pudiera hacer a su manada sentirse avergonzada algún día y ser capaces de compartir su sacramento.

Mientras tanto, cada vez que sale de cacería él se aleja de la manada por un momento para estirar su pata y buscar la flor incandescente nunca marchita entre la nieve y escuchar aquella música una vez más.

Sacramento salvajeWhere stories live. Discover now