Desde allí todo se veía negro. El mar, un par de botes de maderas partidas y remos astillados; los cuerpos angulosos que había memorizado durante la tarde y los barriles que lo ocultaban.
Raoul nunca había tenido buena vista, borrosa y desdibujada a más de diez pasos. Lo descubrió a los ocho años, en una de esas primaveras que le picaban en la punta de la nariz y le coloreaban la piel del rojo de las fresas. Alfred había suspirado después de una clase llena de mapas y tierras marcadas por el oro, de aguas pintadas en azul demasiado claro y esa manía horrible de subestimar las distancias. Sobre el papel todas las islas parecían estar a solo un suspiro de niño con dedos ansiosos y, tal vez, por eso había creído que si aprendía a aguantar la respiración durante el tiempo suficiente, conseguiría ir de una a otra nadando.
Fue esa tarde cuando aprendió que las letras también mentían, que desde su ventana solo se veían calles hechas de pesadilla y que el mar era tan infinito que parecía tragarse el cielo.
Todavía recordaba que los dibujos se volvieron borrosos cuando el sol cayó, como si las islas se hubieran hundido en aquel océano de trazos arañados. Raoul había parpadeado, confuso cuando se acercó a zancadas impacientes y las líneas se volvieron nítidas de nuevo. Si se pegaba a la ventana, justo al otro lado de aquella sala que siempre olía a carbón, los continentes parecían moverse sobre el agua, se mezclaban y se disolvían como si el mar estuviera lleno de olas que se los comían de un bocado.
De lejos todo se veía borroso y, así, aquel día Raoul también aprendió que tampoco podía fiarse de sus ojos.
Tal vez por eso se obligó a contener la respiración cuando escuchó un crujido. Veía sombras, sacos junto al muelle y cuerdas más anchas que sus propias piernas. Olía a sal y a pescado, a plantas de agua que le revolvieron el estómago cuando se dobló aún más sobre sí mismo. Fue entonces cuando lo vio, el cuerpo estrecho y un abrigo que le rozaba las rodillas. Era solo una sombra mordida por la luna que empezaba a atreverse a asomar, una silueta de sombrero puntiagudo y botas que parecían querer partir lo que pisaban.
Sintió cómo el pulso le taladraba la garganta cuando el hombre dio una vuelta sobre sus talones. Miró hacia los lados, como si pudiera atravesar la madera con aquellos ojos de noche, y Raoul se obligó a respirar de nuevo al saber que no podría verlo en la distancia. El desconocido suspiró, largo y lleno de humo de frío, y a él le temblaron los huesos cuando escuchó más pisadas, otro hombre de ropas anchas y andares descuidados. No fue eso lo que le erizó la piel, sino la voz pastosa, las risas enredadas y el ruido de un vidrio de botella rompiendo contra el suelo.
Estaba borracho, casi tambaleándose sobre sus propios pies cuando llegó a la altura del que parecía llevar botas de hierro.
Raoul se mordió la lengua y apoyó la frente en el barril, queriendo fundirse con la madera. Se obligó a tranquilizarse, a detener el temblor que empezaba a bailarle en los dedos. Se acordó entonces de mamá, de su voz de cuento y cómo siempre le había dicho que tenía que aprender a mantener la calma, a que el frío no solo se le colara entre los huesos, sino también en las decisiones que nunca se atrevía a tomar; y no pudo evitar reprenderse sabiendo que, si le hubiera hecho caso, no habría acabado en aquel sitio.
Apretó la presión en los labios, doloridos y llenos de grietas acariciadas por el miedo, y cerró los ojos cuando escuchó susurros y risas interrumpidas por arcadas que acabaron en olor putrefacto.
Se le revolvió el estómago.
-¡No me jodas!
Fue un grito arañado de lengua resbaladiza. Un golpe sordo después, luego tela rasgándose.
-¿Me has...? ¡Me has roto los pantalones!
El lloriqueo enredado le sonó adolescente, tal vez de alguien que solo tenía un par de años menos que él.
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O fortuna | Ragoney
FanfictionOlía a sal, a plantas de agua y madera de grietas bajo los dedos. Olía como Raoul nunca había olido, a burbujas de espuma cuando las olas se volvían remolidos contra el barco, animal de esa forma salvaje que le recordaba a cuando era un niño. Pero...