Las llamas que perduran

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Resulta curioso cómo los humanos se enfrentan a lo extraordinario. Generalmente llega escondido, oculto bajo el disfraz de lo corriente. De esa forma siempre sorprende, porque nadie puede esperar un acontecimiento inusual en un día que se muestra tan rutinario como otro cualquiera. Y aquel día parecía el más común de todos.

Por la mañana Madda había encendido el fuego para comenzar a hervir en la olla los ingredientes de uno de sus remedios. Entre los borboteos se escapaban aromas de los elementos que ya había introducido en su interior e iban impregnando la estancia con sus fragancias suaves.

Acababa de apartar unas finas láminas de jengibre sobre la mesa justo antes de colocar en el mortero unas hojas de rúcula, cuando le había parecido escuchar unas voces a lo lejos. Apenas unos instantes después, un par de niños abrieron la puerta de golpe y entraron atropelladamente, trayendo consigo un alborotado estruendo. Los tarros que descansaban en la estantería de aquella pared vibraron levemente y crearon un tintineo agitado.

–Tranquilos, chicos. Tranquilos –quiso calmarlos.

Pero sus rostros asustados y nerviosos alarmaron a Madda. No podía tratarse de una simple travesura de las suyas.

–¡Ayuda! –gritó uno de ellos desesperado.

–¡Madda! ¡Te necesitamos!

–¡Ayúdanos! Nikai se ha caído al río. ¡No respira!

No eran necesarias más explicaciones. Aquella era una urgencia que no podía pasar inadvertida.

Madda se apresuró a buscar en la alacena hasta que se hizo con un alargado bote de cristal que parecía vacío. Se dio prisa en alcanzar un fuelle de tamaño mediano que colgaba de la pared junto a otros de sus instrumentos de trabajo. Respiró con profundidad, intentando serenarse, para después introducir la boquilla del fuelle en el tarro y atrapar el aire que guardaba en su interior. Aunque con rapidez, debía asegurarse de hacerlo con cuidado. El primer aliento de un recién nacido era algo que no se conseguía todos los días.

–¿Qué haces? ¡Vamos! ¡Se está muriendo! –urgió la pequeña entre lágrimas.

–Tranquilízate. Nadie se va a morir, no mientras yo esté aquí –respondió sin dedicarles una mirada, pues toda su atención estaba puesta en el extremo del fuelle que acababa de sumergir en el agua hirviendo.

–¡Pero...!

–¡Cállate, Nid! –le dijo el mayor dedicándole un golpe en la cabeza mientras la niña se quejaba por el dolor–. Ella sabe lo que hace. –Se giró hacia Madda, que revolvía a toda velocidad lo que fuera que hubiese dentro del caldero–. ¿Verdad? –añadió con cierta inseguridad.

–Claro que sí –confirmó al tiempo que tomaba una botija de calabaza y la hundía en la mezcla–. ¡Vamos! –indicó una vez la había llenado lo suficiente.

Los niños, movidos por la prisa, ya habían salido con rapidez cuando Madda recordó algo que la hizo detenerse. Dudó solo un momento antes de volver sobre sus pasos y abrir el pequeño baúl en el que guardaba el mayor de sus tesoros. Se ató el pequeño saquito al cinturón mientras corría para alcanzar a los pequeños.

La guiaron entre la vegetación, por un camino que no estaba demasiado definido hasta que alcanzaron el río. Unos metros más allá adivinó las figuras de Nikai tumbado boca arriba, su hermana Valpa que se inclinaba sobre él aferrándose a sus ropas con fuerza y otros dos que presenciaban la escena con impotencia y resignación. Al llegar hasta ellos la pequeña Valpa alzó la vista y sus ojos llorosos se encontraron con los atemorizados de Madda.

–Por favor, haz algo –suplicó sin soltar a su hermano.

La curandera suspiró y analizó al muchacho inconsciente. No tenía buena pinta.

Las llamas que perduranWhere stories live. Discover now