Marmalade

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Mi abuela tenía una frase típica, y esa era "aunque la jaula fuese de oro, no deja de ser prisión", y no podía dejar de pensar en ello desde la ocupación de los americanos en nuestro país.

Eran finales del año 1946 y habíamos perdido la guerra. Una guerra que nunca apoyé y en la cual tuve que pelear. Nunca estuve en misiones de gran importancia, así que eso me dio el privilegio de seguir con vida, nuestro general fue muy inteligente y supo esconder a todo su pelotón.

Los americanos llegaron a finales del año pasado y como una plaga en los campos de arroz, se extendieron con rapidez en el país. Había extranjeros de punta a punta en el país y poco a poco este dejó de ser nuestro. Nuestro propio hogar se volvió una prisión.

Los ojos comenzaban a arderme, la luz de la pequeña lamparilla que utilizaba para mis lecturas nocturnas más que alumbrarme, solo cansaba mi vista. Resoplé profundo y cerré el libro de anotaciones que tenía frente a mí, me giré sobre la silla, haciendo tronar mi espalda y después de un momento, me levanté y apilé el libro en la tercera fila de diversos libros viejos que me rehusaba a tirar. Cada que me disponía a deshacerme de ellos, terminaba pensando que en algún momento los ocuparía, cosa que aún no sucedía. En su mayoría eran cuadernos con anotaciones, con dibujos o borradores y poesía japonesa. Me estaba convirtiendo en un acumulador.

Tenía que salir a comprar granos y verduras para preparar la comida, pero de solo pensar en salir me ponía de nervios. Podía sentir los grandes ojos azules o verdes de los extranjeros mirándome con burla, "míralo, ahí va el japonés que perdió la guerra", es como si poco a poco nos fuésemos convirtiendo en sus mascotas.

Vuelvo a lo mismo, la jaula de oro no deja de ser prisión.

Ya nada era nuestro, ni nuestras calles, nuestras tiendas, nuestra diversión, nuestra familia, ni siquiera nosotros nos pertenecíamos.

Eran las seis menos quince y era un día nublado de diciembre. Corrí ligeramente mi cortina de la ventana y miré a la gente pasar. Algunos japoneses se rehusaban a dejar sus estilos y costumbres, así que aún vestían sus ropas tradicionales, pero otros comenzaban a adoptar la moda extranjera. Como detestaba los vaqueros de mezclilla.

Debía reconocerlo, era un poco receloso y me daba algo de rabia pensar que nuestra gente comenzaba a adoptar costumbres de los americanos, pero de alguna manera alejaba el pensamiento, asumiendo que soy así gracias a la educación militar que recibí durante la guerra, después de todo, solo tenía 27 años, la gente cambia en cuatro años.

Divisé una yukata azul con flores blancas a unos cinco metros de mi ventana y sonreí, el portador de esta me saludó levantando el brazo y moviendo su mano alegremente y corrí a abrir la puerta. Quité el cerrojo oxidado y tras un chirrido de la madera hinchada por la humedad con el suelo abracé a mi amigo y compañero.

—Te vi apenas la semana pasada, no sé por qué cada que nos vemos me abrazas de esta manera. —Solía abrazarle así cada que teníamos que salir de combate y no sabía si regresaría vivo o no. No quise sonar tan dramático así que solo me encogí de hombros. — ¿Puedo pasar? — Lo solté y me hice a un lado para dejarle entrar a mi pequeño y desordenado hogar. Hizo a un lado algunos viejos cojines y se sentó sobre la cama.

Mi hogar no era grande, apenas cabía la cocina, un baño, mi cama y un escritorio. No me quejaba, tenía todo lo necesario para vivir, pero debía reconocer que podría ser mejor. Le vi balancear sus piernas a modo de juego. Sus mejillas regordetas le hacían lucir como un chiquillo.

—¿A qué debo tu visita, Izumi? Normalmente soy yo quien va a visitarte. —Me miró con sus ojos brillosos y torció la boca ligeramente. Si no lo conociera, no sabría que estaba tratando de disimular una sonrisa.

Lady MarmaladeWhere stories live. Discover now