Eusebia Landín Ramírez nació un 21 de junio en el momento en que iba muriendo la primavera. Al tiempo del primer llanto de la niña floreió la última azálea del año en Nabana, pueblo chico que, a pesar del caminar de los años, no ha podido hacerse más chico así como tampoco ha logrado tener poco más de quince mil habitantes. Hoy Nabana es un pueblo viejo, muchas generaciones han vivido desde los tiempos de la familia Landín, aunque no ha vuelto a haber ninguna como aquella, en esos tiempos no había llegado aún la lluvia.
Una noche, don Esteban, el padre de Eusebia, despertó aterrado por los gritos que daba Estela, su mujer, desde el cuarto donde dormía la bebé, no tardó mucho en llegar al mismo -debido a que la residencia consistía únicamente en tres cuartos unidos por la sala de estar, la cocina y el lavadero-y entró azotando la puerta. Ahí estaba la madre con Eusebia en brazos durmiendo tranquilamente como si pareciera no extrañarle el pánico de Estelita, como si fuera lo más natural del mundo que su cuna se tapizara de enredaderas y otras hierbas que a la luz de la luna parecen mucho más espeluznantes de lo que son durante el día.
-¡Esto es hechura de brujas Esteban!
-Calma mujer, que la niña se ve bien, está durmiendo tranquila.
-Mañana mismo la llevo a con el padre Camilo a que me diga qué hacer.
Para sorpresa de Estela, ni el padre Camilo, ni doña Isabel, la curandera, pudieron detener con rezos ni remedios la flora que nacía de la risa de la niña y llenaba cualquier rincón de la capilla o el consultorio. Lo que sí lograron ambos fue aprender a querer a Eusebia pues era tranquila y a los pocos meses aprendió a llamarles por sus nombres. Para esos días, la madre adoraba ya a su hija como sólo una madre puede hacerlo e incluso comenzaba a hacerle gracia encontrarse algún brote de hierba creciendo entre su ropa después de arrullarla por las noches. Estaba despertando en Nabana una alegría que crecería junto con esa bebé.
Conforme fue creciendo, su familia y todo el pueblo comenzaron a notar que las flores no sólo crecían alrededor de Eusebia, sino que por dentro era también cálida, dulce y colorida; le gustaba acompañar a doña Estelita al mercado por las mañanas para caminar entre los puestos, entre los olores de la fruta recién cortada y la carne fresca y pasear con su hermano Pablito en la plaza principal pues al pequeño le gustaba asustar a las palomas aún cuando apenas sabía caminar. Don Esteban sólo podía saludarla a lo lejos cuando la chiquilla pasaba por su taller por miedo a que sus muebles terminaran llenos de margaritas, flor que fue la única en acompañar a Eusebia durante aquellos años en los que aprendió a caminar por las orillas de las veredas y calles de tierra del pueblo para irlos adornando de un lado de ida y el otro de venida. Qué tiempos aquellos, qué dientes caídos y qué rodillas maltratadas.