Primera Parte

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I
"¿Cree que soy una persona al igual que usted o su esposa? ¿Alguien que respira o camina? Oh, pues déjeme decirle que si lo cree así es porque es un idiota y no tiene más que mierda en la cabeza, comisario. Yo podría estar violando a su pequeña niña, degollándola mientras usted lee esto..." Esta sería la carta que el comisario Gregorio Sotelo Rodríguez encontraría en su habitación el día trece de abril de 1921. Pero por el momento él lo desconocía por obvias razones, y era mejor así, después de todo, ¿Qué hombre anhela con fervor la fractura de su tranquilidad para darle la bienvenida a la tempestad? Quizá muchos, pero él, no.
Corría el día 19 de febrero del año 1921, eran más de las cinco de la mañana con treinta minutos de un apacible inicio de sábado. La mañana era fresca, tanto que Greg salió de su casa en calzoncillos, encendió un cigarrillo y antes de meterse le dio solo un par caladas para tirarlo de inmediato. Una vez bajo el cálido abrigo de su hogar, se preparó un café más negro que la noche misma y se lo tomó de un sorbo, también metió un par de leños a la estufa para avivar el calor ahí dentro. Antes de volver a las cobijas y hacerle el amor a su esposa, salió de nuevo a echar una meada no muy lejos de la puerta. Las gotas de orina le salpicaron ambas piernas, se limitó a pasarse el pie contrario enfundado con el calcetín para limpiarse.
Rocío se estremeció un poco al sentir el cuerpo helado de su esposo abalanzarse sobre ella. El frío quedó extinto bajo las sabanas una vez que los besos abundaron y su pene exploró esa cavidad estrecha y profunda. Al terminar, durmieron poco menos de una hora, o al menos él, que tenía algunas cosas que hacer en la comisaría.
Al ponerse los pantalones y su camisa, deslizó su áspera mano por los muslos de Rocío; su piel se sentía tersa, delicada y suave. Se atrevió a subir un poco más, hasta que tuvo los pezones entre sus dedos, los apretó un poco y los soltó cuando su esposa emitió un ligero gemido de dolor. Greg sonrió.
Antes de irse, se preparó un segundo café, le gustaba el café tanto como un buen cigarro. Eran una de las cosas que habitualmente hacia antes de salir de la casa, o mejor dicho, antes que cualquier otra cosa. Algunas veces atribuía estos hábitos a su edad, no tenía demasiados años pero tampoco podía andar haciendo pendejadas. Estaba en el punto intermedio (eso quería creer él).
Entró al cuarto de su hija, quien aún seguía dormida. Hecha bolita entre las cobijas. Al acercarse a darle un pequeño beso en la mejilla, pudo notar cómo salía vapor de su pequeña boca en cada exhalada. Llenó su vaso una vez más de café y salió de la casa no sin antes atizar las brasas.
Eran ya las seis con treinta minutos, aproximadamente, lo supo por que el sol apenas y comenzaba a mostrar un leve halo de luz allá en el horizonte, saludándole con modestia. Le hacía falta un buen reloj, esos de manecillas que anteriormente ya había visto en la ciudad de Chihuahua. Pero eso, por el momento, podía esperar.
Mientras dejaba a sus espaldas su casa, le alcanzó un dolor en el estómago que casi lo obligó a doblarse y tirarse al suelo. Esperó unos segundos a que pasara y luego salió del pueblo y se metió entre unos matorrales para cagar. El frío era tan áspero que en pocos segundos dejó de sentir sus testículos, y el culo se le había entumecido.
Al llegar a la comisaría, quizá iban a ser ya las siete, el sol escalaba el cielo con lentitud.
José (su ayudante) se encontraba adentro. Siempre llegaba temprano, y no era porque fuera una persona responsable, claro que no, era simplemente porque Greg lo había ordenado. En el momento que el chico decidió ofrecerse para ayudarle, apenas dos años atrás, Gregorio le dio las llaves y le indico que si quería ser tan bueno como él, y ocupar su lugar una vez que Greg decidiera dejar el cargo, o peor aún, estirara la pata, debía comenzar con el buen habito de levantarse temprano. Y hasta el momento (a excepción de dos ocasiones en las que los días anteriores se había puesto hasta el culo de ebrio) había cumplido con su regla. Era un buen chico, no podía quejarse de eso. A su edad, Greg ya se había puesto unas borracheras bastante vergonzosas. Pero José era tranquilo, responsable y dedicado al trabajo, a diferencia de los mierderos de Julio y sus dos amigos.
- Buenos días -saludó Gregorio al verlo sentado en el escritorio, fingiendo leer los reportes de la semana anterior.
- Buenos días, señor -respondió levantándose inmediatamente y extendiéndole su mano para saludarle.
- Un nuevo día, y vaya que será difícil.
- ¿Por qué lo dice? -preguntó con extrañeza. El tonto muchacho llevaba días, incluso semanas pensando que en el centenario del pueblo todo sería paz y tranquilidad. Greg tenía sus dudas. Era evidente que no sería así. El pueblo Iturbide estaba de fiesta ese día, y justo debía caer en sábado. Si los habitantes gustaban de beber cada fin de semana, según ellos para relajarse después de una semana completa laborando en los cultivos o el ganado, el centenario de la fundación del pueblo sería una excusa irrefutable para ponerse hasta la coronilla de ebrios. Y vaya que escusa, pensó Greg. Claro que no había día en que no le dijera esto a José después del año pasado en que ambos fueron testigos de cómo los habitantes celebraron el pre centenario.
- Olvídalo ¿Alguna novedad por la noche? -cuestionó Greg ignorando la pregunta anterior.
- Sin eventualidades, señor -respondió tan cordial como siempre. A veces creía que era amable más por compromiso que por cualquier otra cosa.
- Entonces esperemos que siga así -se sentó en la silla a terminar su café. Encendió un cigarro más.
El pueblo Iturbide (llamado así en honor al primer emperador de México, Agustín de Iturbide en 1821, fecha en la que coincidió y se levantó la primer casa en ese lugar) que también se le decía el pueblo de los Arroyos (ya que dos de estos pasaban a cada lado del pueblillo, los cuales, la mayor parte del tiempo casi siempre iban secos) tenía a su lado noroeste y a más de 35 kilómetros, a la ciudad Chihuahua, y de lado sureste a otros 35 o 36 kilómetros, la Villa de Meoqui. También a escasos doscientos o trescientos metros se encontraba la vía del ferrocarril. Era un pueblo pequeño con apenas setenta y tres habitantes, los cuales tenían que trabajar principalmente del campo y ganado para poder alimentar a sus familias.
La mañana se fue lenta, entre ambos cerraron los registros que se habían llevado a cabo durante la semana y los días de febrero. Que no fueron más que nimiedadades como algunas gallinas desaparecidas el día martes y que ese mismo día dedujeron que habían sido atacadas y devoradas por coyotes o quizá algunos gatos salvajes o gavilanes. Con respecto a ese tipo de casos que se repetían una y otra vez cada semana o dos, Greg ya estaba cansado. Les había indicado a los dueños de las malditas gallinas, que debían de construir un corral con el fin de que estas no se alejaran de las casas, pero la gente era desidiosa y estúpida. Así que si siguen muriendo y desapareciendo gallinas y putos gallos no me vengan a joder con que haga algo al respecto, se dijo. De hecho estaba pensando no volver a hacer caso a este tipo de reclamaciones, ya que la culpa era y seguiría siendo de los dueños (aunque ellos no lo pensaran así) a menos de que dejaran entrar un poco de razón en esas huecas cabezas. En una ocasión, Pedro Sánchez un maldito campesino y gallinero de mierda, había ido hasta la comisaría amenazando a Greg que si no mataba a los coyotes de un tiro, el que recibiría el tiro sería alguien más. Para Gregorio esto fue suficiente como para indicarle a José que sujetara a Pedro, lo encerraron ese mismo día. Y mientras aquel viejo estúpido miraba con ojos coléricos a Greg, este le comento:
- No voy a matar a ningún coyote cuando ya se te había indicado que levantaras un maldito corral para tus pulguientas gallinas, Pedro.
- ¡Me importa un puto bledo tu corral! -le había gritado.
- Entonces a mí me importa un puto bledo tus gallinas (claro que Greg no había empleado estrictamente estas palabras, era el comisario, y uno de sus principales objetivos era mantener el respeto entre los habitantes del pueblo), y deja de venir una y otra vez a querer joder con lo mismo.
- ¿Así que ahora te gustan los coyotes? ¿Sales por las noches a cogértelos o qué? -le respondió él, aunque Greg solo sonreía, cada una de sus palabras, carentes de razón, aumentarían su tiempo dentro de la celda. Si por Greg fuera, lo dejaría ahí dentro hasta que se pudriera.
- Sigue ladrando, cabrón, y veras que cuando salgas no encontraras ninguna puta gallina en tu casa -le había dicho (de nuevo, no con estas palabras, pero uno tiende a echarle demasiadas especias a los recuerdos) y después salió de la comisaría con una sonrisa. Claro que después de ese día, Gregorio tuvo que andarse con cuidado. Y aunque Pedro no guardó rencor, tampoco siguió su consejo. Al contrario, él mismo se encargó de matar a los coyotes que estuvieran cerca, solo fueron dos, los mismos que aparecieron frente a la puerta de la casa de Greg unos días más tarde.
Después de eso, los avistamientos de coyotes eran cada vez más escasos, pero esa semana había sido la excepción con dos ataques. Se pueden espantar a los animales salvajes, pero el peligro y miedo infundado solo dura unos cuantos días en sus pequeñas mentes, luego vuelven a venir como si nada hubiera ocurrido.
Aparte del tema de los coyotes, Rodrigo, un jodido y nefasto borracho que al parecer no tenía nada mejor que hacer el jueves por la madrugada, comenzó a gritar festejando el centenario de su pueblo, aunque los gritos se volvieron alarmantes cuando dijo: <<Porfirio Díaz debería volver de su tumba>>, gritaba y gritaba el idiota como si los años como presidente hubiesen sido del todo buenos, claro, lo habían sido, pero mantener esa racha limpia e impecable por treinta años era casi imposible. Volviendo al asunto de Rodrigo, quizá había subido a esa pequeña loma por donde la vía corría de sur a norte, y se hubiera pegado en la cabeza con los durmientes o el acero. De ahí, posiblemente, es que se le metió casi forzado, el estúpido pensamiento de que Díaz debía volver de su tumba de Europa o de donde mierdas estuviera. A Greg no le molestó esto, pues no guardaba mucho odio al expresidente, pero no todos los del pueblo opinaban lo mismo, así como un pueblerino no podía ir a una ciudad a gritar su fiel y eterno apoyo a Villa. En fin, debido a que no solo alteraba el orden sino también el plácido sueño de Greg, salió y lo encarceló. Al día siguiente, aseguraba por Dios mismo que sería incapaz de apoyar el Porfiriato, palabras que poco le importaron al comisario, pues ya había pegado los parpados gran parte de la noche.
Si por alguna razón existía el orden dentro del pueblo Iturbide, era debido a que Gregorio no tenía un ápice de tolerancia, aunque la mayoría de los habitantes eran demasiado tranquilos, y debía agradecer por este temperamento.
- ¿Usted cree que el General Enríquez acuda a la celebración? -preguntó José luego de unos minutos revisando y acomodando las hojas.
- Lo dudo. Conoces la economía del estado, tiene mejores cosas que hacer que venir a un pueblo olvidado detrás de los cerros.
El joven asintió al escucharlo, aunque en su rostro no se notó muy convencido de la respuesta del comisario. Quizá creía muy dentro de su ser, el poder ver por primera vez al gobernador ese día.
Consumida una hora entre papeleos, finalizaron los reportes y guardaron todo en carpetas. Gregorio le había dicho a José que seguramente ese fin de semana pasaría algo, así que no quería que se mezclaran los reportes de los otros días con los días diecinueve y veinte de ese mes. No le importaba si esa noche una bola de animales decidía ponerse hasta atrás y empezar a provocar a los demás, podían hacer lo que quisieran entre ellos, si a uno se le ocurría reventarle la cabeza a otro a punta de golpes, bien lo podía llevar a cabo, pero volvía una vez más a su deber como comisario, y eso era; mantener el orden.
Greg encendió un cigarrillo más y José le pidió uno. Cerraron la comisaría y se encaminaron por la calle arrojando humaredas como el ferrocarril que avanzaba lentamente detrás de ellos, creando un sonido áspero y ensordecedor al tocar la bocina. Greg se acomodó su sombrero cuando una ráfaga de aire helado les golpeó de frente.
Eran aproximadamente las ocho de la mañana con treinta minutos. El sol, que ya estaba suspendido más arriba en el cielo, calentaba tan solo un poco. Los vientos helados no flaqueaban ante su presencia.
Las calles estaban limpias pero no por eso solas. Las personas limpiaban sus patios y agregaban pequeños adornos para festejar ese día como ningún otro aniversario. Papeles de color verde, blanco y rojo colgaban de las puertas o ventanas de algunas casas.
Dejaron atrás la pequeña Calle Independencia y giraron sobre la Calle Agustín hacia la derecha y avanzaron hasta la Plaza Morelos. La Calle Agustín era la más grande de todas, siendo la principal y la misma que daba la bienvenida a los forasteros. Dividía al pueblo en dos, habiendo tres manzanas del lado izquierdo; y otras cuatro del lado derecho, que es donde estaba la plaza.
- ¡Buenos días! -gritó el comisario tan alto que todos los que trabajaban alrededor de la plaza dejaron sus labores, girando sorprendidos.
- Buenos días, hasta que se animan a salir de la cueva. Los imaginaba con pelos y garras- dijo bromeando Raúl Ortega Díaz, un señor bastante agradable y buen amigo de Greg, padre de dos niños menores de diez años, Francisco y Manuel, siendo el segundo el más pequeño. Estos se encontraban jugando en los árboles que había alrededor de la plaza.
- Teníamos un poco de papeleos que organizar. ¿Cómo van con la decoración? -la voz de Gregorio retumbó por toda la plaza.
- Acabamos de comenzar -respondió y se acercó hasta ellos para saludarlos, no sin antes acomodarse el sombrero.
- ¿Van a decorarlo todo ustedes solos? -le preguntó Greg al recorrer el lugar con su vista, había otras personas más, Manuel Pérez y su esposa Carmen y su hija María del Carmen (la cual tenía quizá unos diecisiete años además de unas piernas tan largas y hermosas que ocultaban un secreto casi mortal allá arriba donde se juntaban, con un par de tetas tan grandes como las de su esposa Rocío), no eran suficientes si querían acabar temprano.
- Nos turnaremos, un par de horas cada quien. No es tan difícil como parece -respondió dándose media vuelta-. Oye Greg, me comentó Manuel que vio un par de jabalís cerca del Mezquite, ¿te parece bien si vamos a cazarlos uno de estos días?
- Los jabalís no hacen nada más que joder la siembra, están mejor dentro de cazos con agua hirviendo -respondió y rio sanamente con un cigarrillo apagado entre sus dedos, al terminar lo encendió y continúo escuchando, como si su trabajo fuese solo ese. José caminaba en círculos dentro de la plaza, como supervisando las decoraciones.
- Bien dicho, apuesto que para el lunes ya están sazonados y servidos en grandes platillos, gritando que los saquemos ja, ja. Abordando otro tema, ¿Estás seguro que no te va a suceder nada? No me gusta verte mucho tiempo fuera de tu madriguera -soltó una carcajada y siguió haciendo lo suyo, como ignorando la presencia de Greg, pero el comisario lo conocía. Y es que a Raúl le gustaba hablar pero más que eso le gustaba trabajar y que las cosas se hicieran bien. Quizá por esa razón es que tenía más de veinte cabezas de ganado bien alimentadas a pesar de los cerros secos que se cernían alrededor.
Los hijos de Raúl iban y venían de un lado a otro, fingiendo que eran caballos que galopaban sobre el cemento de la plaza. Otorgaban cierto ambiente de relajación al trabajo. Aunque más que trabajo, eso para Raúl era hacer las tareas de la casa, (que seguramente su esposa Guadalupe hacía en esos momentos) tan fáciles como insignificantes.
- ¿Ya sacaste a pastear las vacas? - Preguntó, dándole la tercera calada al segundo cigarrillo que prendía dentro de la Plaza Morelos.
- Las saque desde las cuatro de la mañana más o menos, y les corte algo de pastura que había dentro del arroyo desde ayer. La verdad es que este sábado y domingo quiero darle a mi pueblo lo que tanto me ha dado a mí -respondió limitándose a mirarlo. ¿Con ponerte hasta el culo será suficiente?, se cuestionó y soltó una risa entre dientes. Pero debía admitir que Raúl no era un sujeto al que le gustara beber en demasía.
- Ya veo, salúdame a tu esposa -respondió y dio una vuelta a la plaza antes de irse. Los cerros a su lado derecho se alzaban más arriba de la pequeña loma donde descansaban los rieles del ferrocarril. La mañana era helada, pero esa apacible frescura, en ese día, relajaba.
Le llegaba hasta el aroma del estiércol de marranos y vacas que tenían las casas que estaban a la orilla del pueblo, distancia que podía decirse no sobrepasaba los doscientos metros. El pueblo tenía forma de un rectángulo, la parte más larga quizá media más de seiscientos metros, pero el ancho era de escasos doscientos metros, con apenas dos manzanas y cuatro casas a lo ancho.
El ambiente comenzaba a teñirse un tanto pintoresco debido a la gran cantidad de colores que no solo adornaban las casas, sino también las calles y poco a poco la Plaza Morelos. El día tenía buena pinta, a Greg le agradaba esta tranquilidad. Realmente esperaba que ese día acabara sin eventualidades. Pero parecía algo increíble, una vez llegada la tarde, el licor y la cerveza empezaría a derramar de los tarros, y aquí es donde las cosas se teñirían de un color un poco más desagradable. O quizá solo estaba pensando puras idioteces sin sentido y preocupándose por algo que no sucedería en realidad.
Tanto el comisario como José, se dirigieron hacia la iglesia. En la cual había algunas mujeres decorando la puerta y barandales. Dentro de ella estaba Rocío, su esposa y el Padre Ismael.
- Buenos días, Padre -saludó Gregorio.
- Buenos días, hijo -hizo una reverencia que fue bien respondida tanto por Greg como por José. -La misa de celebración será a las doce. Espero verlos por aquí en lugar de apartarse y recluirse en la comisaría.
- No se preocupe, Padre, ya hemos terminado con los asuntos importantes. Además todas las personas estarán aquí -dijo y aunque no fue una pregunta, el Padre asintió con la cabeza. Ambos sabían que el trabajo para el comisario era realmente escaso, de hecho más que escaso.
Hablaron un poco más, de asuntos menos importantes. La hija de Greg corría de un lado a otro con otras dos pequeñas niñas y un niño. Luego se alejaron del lugar no sin antes hacer una reverencia ante la cruz.
Greg era un sujeto inteligente, razonador y dedicado de lleno a su trabajo. Solo que los últimos años iba viendo como toda aquella inteligencia se iba hasta el fondo de la mierda misma. Con un pueblo tan pequeño y tranquilo que no exige demasiado, es normal oxidarse un poco. Una mísera parte de él, pedía a gritos que sucediera algo ese día. Pero al dejar que estos deseos florecieran un poco, se estremecía y volvía a fracturarlos para evitar que siguieran propagándose.
Caminaron por todas las calles y saludaron a casi todos los vecinos. El frío les acompaño en todos sus pasos. A eso de las once de la mañana, entró al pueblo una carreta jalada por dos burros. Era Héctor, comerciante del pueblo. Una o dos veces a la semana, salía a la ciudad de Chihuahua, montado en su carreta con el fin de comprar tequila, dulces, comida, queroseno, cigarros entre otras cosas. Había salido la noche anterior por unas botellas de tequila, las suficientes para que duraran sábado y domingo. Asunto que había puesto bastante incomodo a Greg, ya que ese puto alcohol podría ser la razón de que algo sucediera.
A las doce del mediodía, se llevó a cabo la misa con casi todos los habitantes dentro de la iglesia, los que no cabían se encontraban de pie aglomerados alrededor de la puerta. El Padre Ismael debía gritar con fuerza para que su voz llegara hasta ellos. Se agradeció a Dios por el centenario del pueblo, se pidió salud y lluvias para que ese año fuese productivo en cuanto a cosechas, y estas plegarias finalizaban con un estruendoso amen.
Debido a que los arroyos en su mayoría siempre estaban secos, y no corría ningún rio cerca, los hombres debían de sembrar poco llegadas las primeras lluvias del año, ya que se corría el riesgo de que lloviera tan poco o nada, y que la planta se secara o no diera una buena cosecha. Por lo cual, se sembraba maíz, si llovía lo suficiente y de esta se cosechaban elotes, se llevaban a la ciudad para vender el producto, también se guardaba y se consumía dentro del pueblo. Pero si la planta quedaba chica y el grano no se desarrollaba, bien se podía dar al ganado. Unos cuantos más sembraban frijol, y a lo largo de las orillas de los arroyos se tenía como costumbre sembrar calabazas.
El sacerdote siguió con su sermón, y al terminar la misa, se prendió la leña y se comenzó a preparar la carne. La fiesta daba inicio, las botellas de tequila se abrieron y los vasos se llenaron. En pocos minutos el aire quedó impregnado de un aroma que solo la carne sazonada y sobre las llamas podría brindar. Jesús Pérez y su hijo Jesús Antonio Pérez comenzaron a tocar con emotividad sus guitarras y unos valientes más, cantaban.
- ¿Sigue creyendo que algo va a salir mal, señor? -le preguntó José a Gregorio cuando se acercó. Quien miraba con ojos severos. En realidad todo estaba muy tranquilo, aunque apenas la fiesta había iniciado.
- No sé, dejémoslo que despegue un poco más -respondió y se alejó del lugar, no sin antes ordenarle a José que cuidara en su ausencia. Podría ser demasiado pronto como para alarmarse, la mayoría de los hombres apenas y llevaban dos vasos de tequila o menos, pero era mejor no esperar nada desde un inicio.
Casi todos los habitantes estaban en la celebración. Los ancianos, señores y señoras con sus respectivos hijos, el Padre Ismael con su sotana oscura protegiéndose un poco del aire sutil pero helado que en ocasiones galopaba hasta ellos para estremecerlos un poco, también estaba el Doctor Alvídrez, que solo bebía agua para refrescar la garganta para cantar. Incluso un par de jóvenes parejas que no soltaban sus manos, en lugar de estar en cualquier otro sitio aprovechando la distracción de sus padres. Así es, casi todos estaban ahí, pero faltaba alguien, tres mejor dicho. Los cabrones de Julio Sánchez, Juan González y Ricardo Pérez, que muy probablemente debían estar en una parte de los arroyos fumando a escondidas de sus padres, o quizá robando alguna casa o golpeando un puto perro. Son tan idiotas que podrían estar haciendo cualquiera de estas cosas a pesar de que todos están aquí en la plaza, y no habría a nadie que culpar más que a ellos, así de idiotas son, se dijo y dejó a sus espaldas la Plaza Morelos junto con su música y cantos.
No dio con ellos, ni los llegó a ver allá a lo lejos en las vías, y tampoco en ninguno de los dos arroyos, pero luego de unos quince minutos de búsqueda sin buenos resultados, los encontró en la entrada del pueblo, como vigilando a ver quién podría entrar. Estaban fumando, y casi al ver al comisario apagaron y arrojaron los cigarrillos.
- Espero que hayan pedido permiso a sus padres -dijo Greg al acercarse hasta ellos.
- ¿De qué está hablando? -preguntó Julio en medio de los otros idiotas. Era el mocoso que más detestaba de los tres o mejor dicho de todo el pueblo. A sus escasos trece años era altanero y se creía muy superior a cualquier persona, y lo peor es que con el apoyo de los otros dos, no encontraba detenimientos para hacer lo que quería.
- ¿Tienen licor aquí? -continúo una vez que los tuvo frente a frente, a escasos dos metros.
- ¿Licor? Ni siquiera sabemos lo que es. ¿No tiene a alguien más a quien molestar comisario? -respondió y los demás rieron. Greg se encabronó y acercó hasta Julio, estirando su brazo hasta él.
- Deja de estar jodiendo, Julio, saben bien que no pueden estar fumando ni bebiendo licor. Héctor nunca les vende nada de eso, así que si lo tienen aquí es porque lo han robado. ¿Dónde está? -gritó mientras le sujetaba el cuello de la camisa harapienta.
- Déjeme en paz, aquí no hay nada. Y si no me cree, póngase a hacer su trabajo y revise por su cuenta. Ya es momento de que vaya haciendo algo en lugar de solo caminar por el pueblo y sentarse con el idiota de José dentro de la comisaría.
- Tienes un gran problema de actitud, muchacho. Espero que esos putos cigarros se los hayas robado a tu jefe, porque si Héctor pone el reporte de que se le perdió aunque sea un mísero cigarrillo, sobre ti caigo maldito mocoso.
- Buena suerte con eso comisario -se entrometió Juan, pronunciando esta última palabra con un tono petulante y desagradable.
Greg soltó a Julio, y dirigió una mirada a cada uno de los chicos, los cuales le miraban con una sonrisa bien marcada en sus malditas caras-. Ya veremos -respondió y se largó enfurecido. En realidad no había nada de malo con que estuvieran ahí haciendo cualquier mierda, incluso le importaba aún menos el que estuvieran fumando, pero claro que si los cigarrillos habían sido robados de la tienda de Héctor, esto si le molestaba. Era quizá la primera vez que los veía tan tranquilos, pero con el simple hecho de tener que enfrentarse a esos mierderos, le llegaba una ira que no estaba ahí en ningún otro momento. Y es que siempre tenían algo absurdo que hacer, no importaba con qué fin, pero siempre había algo.
- Jodidos mocosos -susurró y se alejó lentamente.
En su camino hacia la Plaza Morelos por la calle Agustín, aún se oían a sus espaldas las risas interminables de Julio, Juan y Ricardo. Solo les ignoró por más nefastas y fastidiosas que fueran.
Pero algo completamente ajeno a ellos, ocupó un nuevo lugar en sus reales preocupaciones. Un par de gritos agudos le alarmaron aún más, erizándole la piel y logrando arrancarle de esa jodida cólera para sumirlo finalmente en un miedo atroz y desconocido.
Emprendió su marcha, trotando a pasos cortos, no sin antes lanzar un par de miradas hacia atrás. Pudo distinguir como Julio hacia algunas señales con sus manos, pero no supo decir con exactitud que eran o significaban. Y corrió algunos metros más, no demasiados ya que de pronto se encontró tan cansado que comenzó a arrojar gargajos en todas direcciones. Se detuvo y encendió un cigarrillo más, para emprender la marcha de nuevo. Y es que a pesar de desconocer el origen que creaba aquellos gritos, algo completamente extraño le invadió y al mismo tiempo incomodó. Fue como si anteriormente ya hubiera tenido un sueño que le advirtiera de ese momento. ¿Pero cuándo? Solo son estupideces, Greg, dedícate a hacer tu trabajo y deja esos asuntos infantiles para después.
- ¿Dónde están mis hijos? -alcanzó a distinguir. Era la voz de una mujer, y casi de inmediato la música cesó. Greg apresuró el paso a pesar del cansancio, y una vez más lanzó una mirada atrás, ahí seguían las mierditas esas, y logró distinguir como el humo salía por arriba de sus cabezas. Al menos ellos no tendrían nada que ver con la ausencia de aquellos niños, los cuales probablemente se alejaron solo un poco mientras jugaban. ¿Estás seguro?
No, no lo estaba, pero era una manera de conservar la calma.
Ignoró los colores que adornaban las calles, caminó con paso apresurado, una vez que se agotó, a pesar de que era consciente de que aquellos gritos no hacían más que crear un caos a una situación controlada. Los niños debían estar en la iglesia, o quizá se encontraban en sus casas jugando con sus juguetes o consiguiendo algunos palos de escoba para usarlos como caballos. Lo más seguro es que fuera solo eso, y todos aquellos gritos hacían surgir de los suelos una preocupación que no tenía por qué estar ahí. Pero Gregorio, a pesar de pensar una y otra vez en todo eso mientras acortaba distancia a la plaza, no quedó completamente convencido, y logró encontrar un pensamiento allá en lo más oscuro de su mente, cual cerillo que se enciende a mitad de la noche, rodeado de serranía y de nubes cubriendo los cielos como un manto de tela que impide el paso de luz de las estrellas y la luna. Y ese pensamiento logró ser pequeño pero fuerte, tan fuerte que le angustió y encontró una preocupación ajena a la que los padres de los niños podían sentir en esa tarde fresca del diecinueve de febrero.
- José, ¿Qué sucede? -preguntó una vez que llegó a la plaza.
- Los hijos de Raúl, comisario. Estaban aquí hace unos minutos y de pronto desaparecieron junto con Carlitos (Carlos era el hermano menor de José, y el único que tenía) -respondió José en voz baja casi al borde de perder la calma, su voz se escuchaba tensa.
- Tranquilízate, hijo. No deben estar muy lejos. Ve a la entrada del pueblo, ahí están Julio, Daniel y Ricardo, vigílalos y por favor no te separes de ellos hasta que aparezcan los niños. Si es posible, tráelos aquí donde todos puedan verlos -le ordenó y casi cuando salió corriendo como una bala, Greg sugirió al pueblo: -Por favor mantengan la calma. Vamos a separarnos. Raúl, tu esposa puede ir a buscarlos a la casa, los demás vayan a sus casas, la iglesia y si no están ahí salgan del pueblo hasta llegar a los arroyos y las vías. Alguien más vaya derecho al Mezquite, y otros tantos al cementerio.
Estas indicaciones le parecieron un tanto exageradas, y es que normalmente los niños jugaban en las orillas del pueblo, todos los que estaban ahí presentes lo sabían. Pero algo inhumano se paseaba en el aire, lanzando exhaladas de tensión frente a todos, y Greg lo notaba en sus rostros y lo podía sentir dentro de sí. De nuevo experimentó esa oleada abrumadora de miedo que no le permitió mantener la calma a pesar de ser el encargado de mantener la tranquilidad. Se sintió tan insignificante que tuvo que inhalar una buena cantidad de aire para poder tranquilizarse y lograr anclar los pies en la tierra para comenzar a buscar.
- Comisario, mi hijo también ha desaparecido -dijo Ignacio, padre de José. María abrazó a su esposo cuando comento esto, pero casi de inmediato se separó y salió corriendo en la búsqueda de Carlitos. Sus ojos lacrimosos arrancaron destellos a las luces del sol que se colocaba sobre ellos. El aire era helado, y los rayos solares no eran tan intensos como para provocar alguna gota de sudor. Pero Gregorio podía sentir que su frente se humedecía. ¿Sería la desaparición de los niños la causa de esto? ¿Conocía acaso la desastrosa fatalidad de lo que sucedería, o solo actuaba de manera irracional porque el miedo y la tensión había sido infundada por el resto de los habitantes?
- Lo sé, ya me lo ha notificado José, hagan lo que les he ordenado. Solo deben estar jugando, al escondite tal vez -intentó inyectarles un poco de tranquilidad pero sus ojos no parecían ceder a tal medicina.
Se dirigió a uno de los arroyos y se adentró a éste.
Quizá no habían pasado siquiera cinco o diez minutos de la última vez en la que vieron a los niños, sin embargo, el aire estaba cargado de cierto olor, algo comenzó a respirarse, algo distinto...algo pútrido. Posiblemente solo era su imaginación, pero Gregorio sintió algo detrás, una mirada penetrante se clavó a sus espaldas, echó una ojeada pero evidentemente no había nadie. Se adentró más al arroyo y luego de unos minutos decidió salir al escuchar a lo lejos que el ferrocarril se acercaba lentamente. Quizá podían estar jugando en las vías, si ese era el caso, se veía en la agotadora necesidad de llegar hasta ellos antes que el mismísimo tren. En los años que tenía viviendo en el pueblo, nunca había pasado un accidente ferroviario, pero aquella tarde todo parecía posible. De igual manera, los niños no eran idiotas, tampoco eran mocosos de tres o cuatro años. Ya tenían edad para distinguir el peligro. No quedó muy convencido, y corrió a toda prisa, al menos a la velocidad que le permitían sus piernas.
Corrió, no lo hizo con la misma fuerza como lo hubiese hecho unos quince años atrás. Los cigarrillos habían acabado con sus pulmones. Lanzaba largas exhaladas, y aspiraba aún más profundamente. Y antes de llegar, mucho antes, pudo ver a uno de los niños, Francisco si mal no recordaba, hijo mayor de su amigo Raúl. Estaba hincado bajo el sol, abrazando sus rodillas y aprisionándolas. Miraba al suelo como observando una pequeña hormiga que recolecta semillas para llevarlas a su agujero.
- ¿Dónde están los demás? -le preguntó pero el niño estaba en una especie de trance; la boca medio abierta y los ojos vacuos y perdidos a la nada. Su cuerpo se encontraba rígido y apenas y pudo distinguir su respiración. Por lo cual, empezó a gritar en repetidas ocasiones.
- ¡Raúl! -Vociferó Greg con fuerza y levantando al niño-. ¡Raúl! -gritó una vez más y corrió al arroyo con Francisco en brazos. Quien acudió a sus agónicos gritos fue el Padre Ismael.
- ¿Y los otros niños? -le preguntó persignándose-. Oh Jesucristo santo -Susurró aliviado. Pero Greg no estaba aliviado, claro que no, aún no.
- No lo sé, cuídelo. Deben estar en los rieles -ordenó y salió corriendo en cuanto le entregó al niño. Y en realidad no sabía dónde podrían estar Carlitos y Manuel, miraba en todas direcciones y no había ni rastro de ellos. Fue normal que la impotencia se precipitara.
De pronto los gritos angustiados que provenían del pueblo, cesaron. Hubo un punto en el que los sonidos desaparecieron y Greg no se dio cuenta de esto hasta pasados algunos segundos, y solo pudo escuchar su respiración agitada mientras acortaba la distancia a las vías. Aquel aroma se volvió más denso, a tal grado que le sofocó y tuvo que contener la respiración para poder olvidarlo, pero no fue suficiente, ese olor aún continuaba ahí, penetraba su nariz y la irritaba como el picor de alguna hierba. De pronto distinguió a la distancia y muy cerca de las vías, dos pequeños bultos.

La Osamenta del DiabloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora