La tarde de ese sábado se cargó de un miedo desconocido, pero palpable. La celebración terminó entre llantos y desconsuelo. El día fue fulminando entre colores lúgubres que devoraron los cálidos brillos que el sol lanzaba para combatir el aire helado.
La mayoría de las personas se fueron a sus casas, otros más siguieron bebiendo en la cantina de Héctor, quejándose de que la muerte de un mocoso no iba a arruinarles el día, aunque estas opiniones no las dijeron en las calles si no bajo la protección de las paredes de la cantina. Y Héctor se limitaba a asentir y escuchar, sirviendo tanta cerveza como se le pedía.
Por otro lado Greg estaba con el Padre Ismael, hablaban mientras el cuerpo era inspeccionado por el Doctor Alvídrez. El pequeño Manuel estaba en la comisaría, y José cuidaba que no saliera del lugar.
— Es un niño, hijo. Tú mismo viste el tamaño de la roca. Era exageradamente pesada, ¿realmente crees que un niño de siete años la pudo levantar para dejarla caer sobre la cabeza del otro?
— ¿Entonces cree en lo que dijo su hermano, que alguien más mató a Carlitos? –preguntó Greg y en sus ojos podía notársele un brillo de temor. Incluso él mismo se percató de ello, y no era necesario que el Padre se lo dijera. “Tiene miedo comisario, no necesitamos a malditos viejos culos que no puedan mantener la calma dentro del pueblo”, quizá es lo que diría el Padre más adelante, pero si lo pensaba, se limitó a mantenerlo en secreto.
Greg lo miró con los labios sellados. Esperaba su respuesta.
— Tal vez, o quizá estaba corriendo y cayó golpeándose la cabeza en la roca. Por esa razón es que estaba bañada en sangre –dijo. Pero Gregorio no lo creía, había alguien que había matado al niño, y ese alguien no era el pequeño Manuel, que posiblemente estaba dentro de la comisaría llorando sin entender lo que sucedía, sin comprender que su pequeño amigo estaba muerto y que la mayoría de las personas del pueblo le culpaban en silencio aun a pesar de no conocer la historia real. A pesar de que Francisco, el hermano mayor de Manuel, había dicho que alguien más llegó hasta ellos y golpeó a Carlos hasta que cayó al suelo y le dejó caer la pesada piedra para reventarle la cabeza.
— Tiene razón, pero hay pocas personas, de hecho casi nadie, que cree que fue un accidente, una caída como usted dice. Otros más, me atrevería a decir que la mayoría, piensa que el niño es culpable y que posiblemente Francisco le ayudó, y muy pocos creen la versión de ambos niños. Nadie vio a ningún sujeto caminar cerca del pueblo o el lugar –añadió Greg y su mirada fue siguiendo las fisuras que había en la pared de la iglesia, como si fueran rieles que transportaban la vista del comisario a un viaje sin retorno, un viaje interminable que le sacara de esa maraña de problemas.
— Solo puedo decirte que nuestro Señor Padre no ennegrece los pequeños corazones. Todo fue un accidente hijo. Y si vamos a empezar a culpar a Manuel sin importar si había testigos o no, entonces sería correcto repartir culpas. ¿Dónde estaban Ignacio y María cuando su hijo se alejó de la plaza? Si ellos van a culpar al pequeño Manuel, deberían de considerarlo y pensar en lo que hacían o donde estaban ellos cuando sucedió el accidente –respondió el Padre Ismael conservando la calma. Al escuchar sus palabras, Greg se tranquilizó un poco. Tan jodidamente poco que no bastó. Sería injusto culpar a los padres, pero sería aún más injusto culpar a dos niños, los cuales decían una y otra vez que alguien más estaba con ellos, no jugando con los niños, pero si demasiado cerca como para seguirlos, espiarlos. Esta teoría erizó la piel de Greg como la de una gallina.
No fue necesario que pasaran algunos minutos más para percatarse de que había algo que le preocupaba aún más que la muerte del chico. Y es que sin importar lo que se hiciera, el niño ya estaba muerto. Las personas del pueblo podían pensar lo que quisieran con respecto a la muerte del pequeño, hermano de José, pero en Greg se elevaba algo más, ¿Qué pasaría si realmente alguien asesinó al pequeño? Un pensamiento poco agradable que no le gustaba para nada que ocupara una parte en su mente.
— Recibió más de un golpe en la cabeza –dijo el Doctor Alvídrez al entrar a la iglesia.
— ¿Con la misma piedra? —preguntó Greg anticipándose al padre.
— Lo más seguro es que si, las fracturas en el cráneo son grandes, los huesos están hechos añicos. Solo una roca de ese tamaño podría infligir tal daño. Pero no es como si alguien la hubiera arrojado con fuerza, no, se dejó caer en repetidas ocasiones.
— ¿Cree que murió con el primer impacto?
— No, lo más probable es que estuviera vivo y sintiera los primeros golpes, no lo sé, quizá tres o cuatro. Es posible que Carlos intentara levantarse o moverse, como mínimo, con el primer golpe, aunque con seguridad fueron movimientos de reflejo, algo así como convulsiones.
— ¿Usted cree que posiblemente una caída pudo ocasionarlo? — Preguntó mirando de reojo al Padre Ismael, pues le era imposible creer que alguien se hubiera atrevido a realizar tal osadía
— ¿Una caída, comisario? Lo dudo, es imposible pensar que un niño muera debido a una caída desde su propia altura. Bueno, no imposible pero si difícil. Los niños son agiles como gatos y fuertes como toros. Además si esto hubiera pasado, probablemente solo hubiera quedado inconsciente y con un ligero golpe en el cráneo. Alguien golpeó al niño, quizá alguien lo quería muerto.
— ¿Muerto dice? ¿Usted piensa que los niños pudieron hacerlo? ¿Vio acaso el tamaño de la roca? ¡Es imposible incluso para mí intentar levantarla con una sola mano! –Replicó Gregorio, sus gritos resonaron dentro de la iglesia creando ecos largos e inhumanos.
— Tengo una teoría, comisario, y no espero que le agrade mucho –añadió el Doctor.
— Bien, escúpala entonces, pero espero que tenga cuidado con lo que piensa decir.
— También consideré la posibilidad de una caída.
— ¿Entonces por qué demonios me lleva la contra?
— Espere. Quizá Carlitos corría por las vías y tropezó, golpeándose en la cabeza y ocasionando que quedara inconsciente. Pienso que Manuel y Francisco, al verlo ahí tirado, sin moverse, se asustaron y probablemente pensaron que los culparíamos. Entonces, entre los dos hermanos levantaron la roca y lo golpearon, nadie ajeno al pueblo lo quería muerto, pero si los hijos de Raúl con el fin de protegerse… Fue interrumpido casi de inmediato en el que sus palabras se desviaban para culpar a los infantes.
— Bien, pues esa es su teoría, Doctor, y le voy a pedir que mantenga la puta boca cerrada hasta que se demuestre lo contrario, o en el peor de los casos eso mismo que usted ha dicho, pero lo dudo –su respiración se aceleró. Terminó por largarse del lugar antes de que el Doctor pensara en abrir la jodida boca, o mejor dicho antes de que se le ocurriera dibujarle sus nudillos en aquellas mejillas.
Sus pasos resonaron en toda la iglesia, sus botas tenían una suela tan dura como la piedra. Como la piedra que mató al niño, pensó y alejó ese susurro de inmediato.
Estaba como un toro, lanzaba espuma por la boca. Y era normal después de haber escuchado aquellas osadas acusaciones por parte del doctor. Pero si llegaba a salir una sola palabra de su asquerosa teoría, se las vería con Greg, de eso podía estar seguro sin hacer especulaciones absurdas. Unas patadas bastarían para corregirle.
Se dirigió a la comisaría, y pudo ver como los padres del niño caminaban entre llantos a la iglesia. Sabían que el Doctor estaba ahí y que ya había terminado de inspeccionar el cuerpo, e iban por una explicación. Pero de igual forma, Greg sabía que aquel imbécil no diría lo que le contó a él y al Padre unos momentos atrás. Estaba seguro que era tan cobarde como para abrir la boca después de aquella insignificante amenaza.
Al entrar a la comisaría, encontró a José con su mano cerrándose sobre el cuello de Manuel. Sus ojos parecían cegados, lanzando chispas de odio al pequeño.
— ¡Basta, José, ya basta! –se escuchó la voz imponente de Greg en medio de aquel caos creado por su ayudante. Lo sujetó de los hombros para retirarlo y arrojarlo finalmente lejos del niño.
— ¿Lo va a proteger, señor? –preguntó José mientras intentaba reincorporarse. Con los ojos inyectados en sangre. Si se veía con detenimiento, se podía distinguir como la sangre se aglomeraba y creaba pequeños charcos carmesí.
— No hay motivo para protegerlo, si él no ha hecho nada – respondió desviando la mirada y anclándola en el pequeño.
— ¿Y la muerte de mi hermano qué? –nunca había visto aquel brillo casi muerto que transmitían los ojos de José, pero ahí estaba. Y más que encolerizados, parecían a punto de estallar por la rabia que estaban conteniendo. De pronto Greg entendió que había sido un error dejarlo solo con Manuel, ¿aunque después de dos años bajo su servicio, quien podía llegar a creer que aquella experiencia se desbordaría tan fácil? ¿Eres idiota o qué, comisario? Su hermano acaba de morir, y tú lo dejas a cargo del que para muchos es el único responsable.
— Lárgate de aquí, José, quedas relegado de tu cargo como mi ayudante. No quiero que te presentes hasta nuevo aviso –se giró hacia el joven sin flaquear en sus decisiones.
— Bien, protéjalo, comisario, al menos hasta que se demuestre su culpabilidad.
— ¡Lárgate ahora! –gritó y el joven abrió la puerta de madera para salir del lugar, no sin antes azotarla con tal fuerza que algunas astillas salieron disparadas al suelo. Acto que estremeció al niño.
Greg se volvió hacia él.
Manuel lloraba con fuerza y a la vez se le dificultaba respirar con normalidad, a tal grado que Greg creyó que se ahogaría. Los dedos de José aún estaban marcados alrededor del cuello del niño, unas líneas rojizas recorrían su piel como una cadena escarlata. En sus cansadas respiraciones, podía escucharse un silbido al exhalar el aire que tanto le costaba inhalar. Greg le llevó un vaso de agua y se hincó a un lado del niño dándole palmaditas en la espalda para que se tranquilizara. Y lo logró, al menos en unos minutos la respiración forzada fue quitando un peso de encima al comisario. Aunque las lágrimas bajaban de sus mejillas sin intención de parar.
Tenía cientos de preguntas que hacerle, pero las oprimió muy por debajo de sus intenciones, limitándose a mirarlo mientras esperaba a que el llanto pasara. Pero eso no sucedió, se cansó de esperar y cuando menos se percató, la luz de aquel sol que se encontraba allá suspendido sobre los cielos y que era ajeno a lo que ahí sucedía, comenzó a extinguirse de los suelos, el pueblo enmudeció, como si estuviera muerto.
— Oye chico, cuéntame que sucedió. Vamos que no voy a hacerte daño –se atrevió a preguntar con amabilidad mientras encendía una pequeña lámpara de petróleo y aprovechaba la cerilla para uno de sus cigarrillos.
Manuel no contestó, solo respiraba con tanta fuerza que los mocos se le iban hasta la garganta, pero no tenía intención de hablar. El único que había dicho algo aquella tarde fue su hermano. Caso contrario con Manuel, que permanecía aturdido aún. Solo se limitó a asentir algunas veces cuando Francisco relataba los hechos. Pero si no había tenido intención alguna de responder en la tarde, era difícil pensar que podría hacerlo en ese instante, mientras se encontraban solos, y menos después de lo sucedido con el idiota de José.
Seguramente Raúl se encontraba demasiado angustiado a esa hora, pero confiaba en Greg, y después de lo que le mencionó unas horas atrás, lo más probable es que esperara a su hijo en su casa en unos minutos más, y a Greg no le parecía lo más sensato, prudente y correcto mantener a un niño dentro de la comisaría después de haber presenciado a su amigo muerto.
— Vete, no tienes nada más que hacer aquí –se animó a decir. Estas palabras seguramente fueron como una oleada de caramelos para el niño, ya que casi de inmediato alzó el rostro y lo vio con una sonrisa forzada y cansada. Sonrió muy poco, solo hasta donde sus labios le permitieron, para que así Greg no olvidara la desdicha con la que cargaría el resto de la noche.
Greg cerró la comisaría a eso de las siete de la tarde menos quince minutos y se alejó con Manuel a su lado derecho. Lo encaminaría hasta su casa, después de la ira de la que fue testigo en los ojos de José, supo que era mejor que el niño anduviera con cuidado y acompañado, y más a esas horas. Lo llevó hasta la casa de Raúl, quien estaba asustado al igual que su esposa y Francisco. No dijo palabra alguna, pensó que no era necesario. Se alejó con un miedo que nunca antes había sentido, que nunca había estado ahí y que desfragmentaba su serenidad. Era aquel mismo frío que le había abordado a medio día, cuando el grito agudo advertía que algo no andaba bien.
Llegó a su casa después de un día ajetreante y estresante, donde Rocío y María le esperaban sentadas en la cocina. Hablaban, incluso reían pero estas risas terminaron en el momento que Greg cruzó el umbral que separaba un mundo extenso y desconocido de su pequeña casa.
— ¿Qué sucedió? preguntó casi de inmediato. Greg esperaba justo esa pregunta mucho antes de llegar.
— Liberé al niño, no hay pruebas suficientes para mantenerlo en la comisaría, encerrado.
— ¿Y qué piensas?
— Es un niño de siete años, no creo que él o Francisco lo hayan hecho –respondió y al ver que había agua caliente en una hoya, agarró una taza y se sirvió para preparar un café.
Caminó de un lado a otro de la cocina, con los ojos de Rocío y su pequeña hija clavados en su persona. Quizá María Fernanda fuera todavía una niña, pero no por eso era ajena a lo que había ocurrido. Y vaya que a los niños les afectaba diferente todo ese tema de la muerte.
Salió de la casa sin decir nada, y por su actitud, se aseguró de que Rocío guardara silencio también. Ya tenía suficientes pensamientos atormentándole. Es solo un niño, pensó mientras caminaba por las oscuras calles del pueblo. Los adornos se mecían suavemente por el aire frío. Es solo un niño, se dijo una vez más, aferrándose a la idea de que era imposible que un niño matara a alguien más, ignorando que (o quizá sin quererlo admitir) era posible que eso sucediera.
El pueblo guardaba un silencio sepulcral. Quizá el Doctor aún estaba en el centro sanitario, con el cuerpo de Manuel sobre la mesa. Limpiando la sangre del rostro helado, intentando arreglar las hendiduras que tenía la cabeza por los golpes de aquella pesada piedra. O quizá ya había entregado el cuerpo a la familia, lo cual dudaba bastante.
Llegó hasta la vía. Esa noche la luna se alzaba sobre los cielos oscuros tan brillante que parecía estar amaneciendo.
Con la taza de café en su mano derecha, echó una mirada perezosa alrededor del lugar. Ahí estaba la piedra, tan grande como mortal. El cantar de los grillos era apenas una melodía inaudible, el frío los mantenía en silencio a la mayoría, pero esa noche el calor ganaba la batalla ante el aire helado. Aparte de eso, había un silencio espectral y un aroma envenenaba el ambiente. El olor a sangre le llegaba tenue, sangre que regó el suelo y ahora se secaba sobre las rocas, la sangre de alguien muerto.
A lo lejos se fabricaba un sonido agudo, como golpear el acero (las vías) con un marro. El sonido acrecentó, pudo distinguir una pequeña lucecilla que le acompañaba. El ferrocarril pasaba a su hora exacta como todas las demás noches.
No había nada que ver, pero dio el último sorbo al café y se bajó de los rieles para darle paso al ferrocarril si no quería terminar con el cuerpo desparramado sobre el suelo. Entonces al día siguiente su sangre sería la que crearía un hedor insoportable.
Tardaron unos minutos antes de que la mole de hierro se acercara hasta donde estaba Greg, pero lo inevitable llegó. El paso lento del tren lo paralizó, miraba detenidamente cada uno de los vagones, y estos creaban una especie de escena que llegaba tan rápido como se iba.
El tren iba lento debido a que más atrás había una serie de curvas entre la serranía, pero comenzaba a tomar velocidad rumbo a la Ciudad de Chihuahua.
Greg miraba de cerca los vagones que con sus ruedas de metal sacaban chispas al deslizarse por los rieles que seguramente estaban hirviendo. Y justo ahí donde los vagones traseros se enganchaban con los de adelante, logró distinguir una sombra del otro lado. Pensó en que quizá no era más que la sombra creada por la intensa luz de la luna al golpear algún mezquite. Esta tenía más o menos la altura de Greg, y cuando había dado a su mente un pensamiento racional, se levantó algo parecido a un brazo y le saludó cordialmente. No tenía dedos, o al menos Greg no los distinguió debido al constante paso del ferrocarril, pero si apreció con claridad como el brazo se agitaba arriba y abajo.
Dio un salto hacia atrás, tropezando con la piedra que había matado las ilusiones de aquel niño, que había acabado extrañamente con una vida que apenas comenzaba a volar. Cayó de culo y la taza se quebró. El último vagón del tren pasó. No había nadie del otro lado, ninguna sombra, tampoco algún mezquite que pudiese proyectarla como él había pensado. Ahí no había nada ni nadie más que Greg.
— ¿Hay alguien ahí? –gritó sin recibir respuesta, como era de esperar. Se levantó y con pasos forzados y un tanto temblorosos se acercó al lugar. La puta pistola, no la traje, pensó al pasar su mano hacia la parte trasera del pantalón justo cuando se paró encima de donde había estado aquel “hombre” y pasó de un lado a otro los ojos cansados.
Pero no había nadie, ni sonido alguno que delatara a la posible presencia. Todo lo que creyó haber visto se había desintegrado, se había ido con el paso del ferrocarril.
Aspiró profundo y por unos diez minutos permaneció de pie, inmóvil, hipnotizado. Observando a su alrededor sin mover un solo músculo. Guardaba silencio como el que se guarda al entrar a la iglesia por respeto a las personas, al Padre y sobre todo, respeto a Dios. Sin duda, solo estaba él, haciéndole frente, estúpidamente, a su imaginación.
Ese jodido terror se encajó una vez más en su mente.
Los rayos blancos de la luna descansaban sobre el mundo. Giró y tuvo de frente al pueblo, que se encontraba quizá a unos doscientos cincuenta metros. Este dormía, parecía estar muerto o malherido mientras era observado por (ojos ajenos y desconocidos a este mundo) Greg.
— Me debo estar volviendo loco –susurró y se largó del lugar no sin antes echar una mirada sobre su hombro. Bajó esa pequeña loma y cruzó la zona del Mesquite para llegar al pueblo y finalmente guarecerse en su casa.
Antes de acostarse después de su extraña caminata nocturna, se sentó por unos minutos en la cocina. Las dos mujeres que más amaba en el mundo, dormían tranquilamente. Ajenas a los problemas que en la mente de Greg se fragmentaban poco a poco, como un muro que va ganando altura y solidez al secarse el cemento en la parte baja.
Al día siguiente debía enfrentarse al alcalde, el cual no había estado en el pueblo los últimos dos días, debido a que había salido a la Ciudad de Chihuahua a solicitar apoyo para los habitantes del pueblo con respecto a las semillas y el ganado. El año anterior la sequía fue devastadora, y a causa de eso, murieron algunas vacas y chivos además de la miserable cosecha. Los habitantes habían solicitado el apoyo con el fin de recuperar el ganado perdido y las semillas que no se dieron.
Y al escuchar el alcalde el accidente ocurrido el día anterior, evidentemente exigiría una explicación tanto de los hechos como de la liberación del niño al que se culpaba.
Se encaminó a la pequeña recamara con estos pensamientos taladrándole la cabeza. Se acostó rozando solo un poco la tersa piel de Rocío, muy distinto a lo que hiciera esa mañana.
Los niños aseguraron haber visto a un extraño en donde sucedió el homicidio, lo cual sería muy difícil que el alcalde creyera, pero Greg podría afirmar esta teoría al decirle que también él había presenciado al mismo sujeto que los niños. ¿En realidad había alguien de aquel lado del tren? Era normal que estas preguntas le arrancaran el sueño y descarnaran su paz. Al final, se lo pensó bien y decidió no mencionar nada del extraño. Un accidente, eso es lo que paso. Y le guste o no al hijo de puta, tiene que respetar las decisiones que he tomado ya que yo soy el comisario.
Rodeó con sus brazos a Rocío y se metió entre las cobijas. Hacía poco frío pero era agradable. Y antes de poder conciliar el sueño, pensó una vez más en la posibilidad de que existiera un asesino dentro del pueblo o tal vez alrededor de este, alguien que los observaba en silencio, y se le revolvió el estómago. Al hacer a un lado esa idea e imaginar a Manuel o Francisco como los posibles responsables, le dolió la cabeza y dio giros a pesar de estar acostado. Ninguna de las dos ideas parecía gustarle mucho, pero había que afrontar una, lo quisiera o no.
En algún momento, cayó en un sueño profundo como relajante. No despertó hasta el día siguiente, sin sueños convertidos en pesadillas a pesar de lo sucedido previamente. La cama, Rocío y la noche, parecían ser la combinación perfecta para dejar a un lado la realidad que el mundo le ofrecía, y olvidar las preocupaciones. Pero la noche moría al alzarse el sol allá en el horizonte y pintar los dibujos que el mundo oscuro había mantenido sin colores, devorados con su apacible noche.
Rocío ya había despertado y preparaba el desayuno, y a Gregorio llegaron los apetitosos aromas de los huevos cocinados con manteca de cerdo sobre la estufa de leña. El mundo seguía su curso, y Gregorio debía avanzar junto con él.
El café ya estaba en la mesa, María comía frijoles y huevo como si no hubiera comido en días. Apenas y Greg se disponía a arrancar un pedazo de huevo con la tortilla de harina recién hecha, cuando su pequeña hija ya estaba pidiendo el segundo plato.
— Con cuidado, te vas a ahogar –advirtió Greg sin quitarle la vista, y exhibiendo una gran sonrisa.
— Ya no soy una bebé, papá. Nomás los bebes se ahogan –le devolvió la sonrisa en el momento que Rocío ponía el plato sobre la mesa.
Solo los bebes se ahogan, le reiteró su mente. Pero todos pueden morir. ¿Y no se reducía solo a eso la vida, a la muerte? Miró a su pequeña hija, tan llena de vida tanto en el presente como en un futuro intangible, lejano y envidiado por los que perecieron (por Carlitos), y le revolvió el cabello con su mano.
¿Habría respondido Gregorio de la misma manera si hubiera sido su hija la que naufragara en ese mar de aguas profundas y caóticas? Ese maldito océano que ofrecía una delgada superficie con una “inquebrantable” tranquilidad. Obtuvo un rotundo no a su pregunta, pero él no era la víctima y tampoco era algo familiar que hubiese sido cubierto por los hedores de la desgracia. Gracias a Dios, él era el comisario. Ya que un tema de tal magnitud requería ser visto desde un par de ojos fuera de los afectados. En esos casos la mente traicionaba, se ennegrecía y juzgaba de manera irracional. Seguramente si María Fernanda hubiera muerto a manos de Manuel, quizá habría colgado al niño antes de esperar a que las nubes de tormenta se desfragmentaran y dejaran ver lo que en realidad paso. Se dio cuenta que comenzaba a ser presa de sus propios demonios, esos que tanto se esforzaba por impedir que incubaran en las mentes de los padres y del hermano del niño muerto. Iniciaban un nuevo trayecto a una realidad paralela.
Desayunó y con prontitud abandonó la casa, no sin antes despedirse de Rocío con un beso frío y un abrazo aún más frío que obsequió a María.
El cuerpo de Carlos era velado en la iglesia, y a esas horas de la mañana solo se encontraban sus padres, José y el abuelo del niño, el señor Porfirio, un anciano alto y robusto de ojos fríos y prepotentes los cuales habían perdido su brutalidad con el paso de los años junto con las grietas que con el tiempo habían erosionado su rostro. En ese momento no parecía más que otro anciano lleno de un mal humor por la edad.
Al llegar a la iglesia, se quedó parado en la entrada evitando hacer el mínimo ruido posible para no llamar la atención de los familiares, lo cual no funcionó cuando el alcalde llegó detrás de él gritando buenos días de mala gana.
— Buenos días, alcalde –respondió Greg sin alzar la vista. Pudo notar que tanto José como sus padres y abuelo miraban hacia atrás y perforaban con lanzas juzgantes al comisario.
— Vaya manera de controlar esto –replicó—. Apenas llegué y ya tenía a su ayudante en la puerta de mi casa jodiendo por las malas decisiones que ha tomado con respecto a este tema –El tono de voz denotaba la cólera que requería ser desbordada.
— José ha sido relegado del cargo como mi ayudante por razones obvias. Ha intentado asfixiar a uno de los testigos –le dijo y el alcalde frunció el entrecejo.
— ¿Testigos dice? ¿Se refiere a los niños que asesinaron a Carlos? –preguntó sarcásticamente. Caminando al lado de Greg mientras este abandonaba la entrada de la iglesia con el fin de evitar que los familiares escucharan el resto de la conversación. La herida estaba tan fresca que aún supuraba odio y dolor. Aún apestaba.
Y vaya que todo eso apestaba.
— No había nadie más cerca, solo los dos hermanos –dijo maldiciendo el momento. No tenía ninguna gracia enfrentar al alcalde tan cerca de los padres de Carlos.
— Entonces la respuesta es obvia. ¿No cree?
— No hay evidencia –respondió Greg indiferente.
— Búsquela entonces, para mí hay suficiente como para hacer algo y amansar a estos –ordenó y señaló a la iglesia. Sin decir más, se alejó para internarse finalmente en la iglesia, lo cual fue más que satisfactorio. No le gustaba tener a ese pelón idiota altanero jodiendo y repartiéndole órdenes. Claro que para Greg, no había nada que hacer con respecto a ese asunto.
La tarde del domingo dieron respetuosa sepultura al pequeño cuerpo de Carlos Martínez Villanueva. Los padres del niño no dirigieron una sola mirada despectiva al comisario o a su familia. Por el otro lado, José no se molestó en decir alguna palabra aunque si notó de vez en cuando sus ojos cargados de una ira inconmensurable, que proclamaban justicia. No le importó, no había evidencia. Si los dos niños tuvieron que ver con el asesinato, no parecían angustiados pero si un poco asustados y tristes al igual que su hija.
Los días transcurrieron bajo los dedos y miradas juzgantes, obligando a Gregorio a reprimirse en la comisaría. De cuando en cuando salía a patrullar las calles. Afortunadamente todos conservaban la calma, la muerte del infante había traído cierto miedo. A excepción de Daniel, Julio y Ricardo, quienes al enterarse que en Francisco y Manuel había iniciado un miedo exagerado por salir del pueblo, y más al acercarse a las vías, (lugar en el cual antes acudían a jugar con frecuencia) los obligaban a ir ahí, incluso en una ocasión los arrastraron hasta ese sitio. De no haber sido por los agonizantes gritos que se escucharon por todo el pueblo, nadie se hubiera dado cuenta de lo que sucedía.
Así los días fueron devorados por el sol, y las noches por la luna. José había convencido a sus padres, Ignacio Martínez Trejo y María Villanueva Casas, que Gregorio había tomado esa decisión solo por su gran amigo Raúl Ortega Ortiz, así que era mejor que fueran olvidando esa justicia que esperaban, quizá aún con un poco de esperanza. Aseguraba que era más fácil ver al General Francisco Villa tras las rejas antes de que los niños estuvieran encerrados. Pero a Greg no le importaba, podría haber sido su propia hija la encargada de asesinar al niño, él la habría encerrado. Solo claro, si hubiera pruebas. No hay evidencia, se gritaba continuamente. Y si realmente hubiera visto un extraño aquel sábado por la noche cuando pasaba el ferrocarril, no lo había vuelto a ver, y tampoco los niños, lo cual le devolvió una pizca de tranquilidad, esa de la cual creyó que no volvería a ser dueño.
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La Osamenta del Diablo
TerrorTras el asesinato de un infante, un pequeño pueblo Chihuahuense se ve envuelto en una sucesión de eventos desgarradores a causa de una locura indescriptible infundada por el repentino encuentro de unas osamentas.