Ojos que ven Muerte

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Lo primero que noté al abrir los ojos fue un techo blanco que me era ajeno. «¿Un hospital, tal vez? Supongo que sí» Suspiré con resignación, el plan de dormir por la eternidad tomando la mitad de un frasco de píldoras había fracasado. Sujeta a la camilla, aturdida y con sed, debí esperar a que alguien se dignara a entrar. Al cabo de una media hora, alguien abrió la puerta, era una enfermera de cuerpo robusto, bajita y con una sonrisa amable. Sin decir nada, tomó mis signos vitales y los anotó en lo que parecía ser mi expediente. Luego revisó los medicamentos a cumplir, colocando en un atril un nuevo suero con algún ansiolíticos, gota a gota comencé a tener sueño.

Después de quien sabe cuantas horas, la puerta se abrió, era de noche. Encendió la lámpara de la mesa a un lado de la camilla, cosa que me obligó a cerrar los ojos hasta habituarme a la claridad. Con la vista aún borrosa, logré identificar que la persona frente a mí, se trataba de un médico. «Ya era hora, empezaba a...» Mis pensamientos fueron interrumpidos al momento que mis ojos pudieron ver con claridad a la persona sentada a mi lado.

Un corte abría de lado a lado su garganta, haciendo que la sangre de sus venas y arterias saliera a borbotones. Debí palidecer, intenté gritar pero fue imposible, mi cuerpo no reaccionaba por más que me esforzara. Por su parte, el médico degollado no parecía tener mayores complicaciones, anotaba algo en un expediente y veía su reloj de vez en cuando. Al terminar lo que sea que estaba haciendo, se levantó sin decir palabra alguna y abandonó la habitación, dejando tras de sí una larga estela de sangre. El sonido de la puerta al cerrarse me despertó. Intenté levantarme de golpe, sin embargo, aún mantenía la sujeción en mis manos, terminé mareada y con unas ganas terribles de llorar.El amanecer me encontró con los ojos abiertos, dormir no fue una opción esa noche.

—Buenos días, ¿te sientes mejor? —dijo un hombre desde la puerta, evité mirarlo, no deseaba ver una garganta cercenada tan temprano— ¿No quieres hablar conmigo? Soy el doctor Norton, psiquiatra...

No respondí. Un instante después sentí sus manos sobre las mías, el terror me hizo respingar, dirigiendo mi mirada hacia el doctor por primera vez. Su cuello no sangraba.

—¿Está seguro que quiere soltarla? —preguntó una enfermera.—Estará bien, ¿verdad?—Sí, estaré bien —respondí.El doctor tomó una silla y se sentó frente a mí, de igual manera como lo hizo el degollado de anoche. Aún me costaba mantener la mirada sin recordar esa imagen tan perturbadora.
—Dime, Elizabeth, ¿qué sucedió?Esa pregunta vaga me causó dolor en el abdomen. Sabía a lo que se refería con exactitud.
—Pasó algo y no supe reaccionar, eso es todo.
—Sospechamos que ha habido abuso en tu caso, queremos abordar eso de inmediato. Tienes hematomas por todo el cuerpo, de diferentes formas y colores, ¿sabes lo que eso significa? —negué con la cabeza—, son señales de alarma ante un caso de malos tratos continuos.
—No tengo nada que decir.
—Sabes, está bien, podemos conversar esto luego. Voy a dejarte sin sujeción si prometes comportarte, ¿podrás?
—No me haré daño...
—Elizabeth —dijo al dirigirse a la puerta—, lamento lo de tu madre, pero debes pensar en ti misma a partir de hoy. Nuestra única intención es ayudarte, piensa en ello...

La enfermera me retiró el suero y el catéter en mi brazo. Dejándome sola de nuevo. Pude evitar que notaran las arcadas que me provocó el mencionar a mi madre. «¿Lamento lo de tu madre? Debe ser una broma», pensé antes de levantarme. Mantenerme de pie me resultaba difícil, aún estaba bajo los efectos de los ansiolíticos. Yendo a la ventana, descubrí el jardín interior del hospital. Varias personas vestidas de blanco deambulaban por los pasillos de flores amarillas, típicas de esta época del año y de rosas. Me encontraba sin duda alguna en un hospital psiquiátrico. «Sabía que terminaría en un lugar así tarde o temprano»

Un par de golpes en la puerta me sacaron de mis lamentaciones. Me acerqué a abrir, dando con un enfermero, era alto y delgado, llevaba en sus manos una bandeja, era la hora de la medicina. Me acercó un vaso con agua y bebí las píldoras, cuando alcé la mirada, ahí estaba de nuevo: Un cuello cercenado de lado a lado con un borbollón de sangre tremendo. El enfermero, sin saber lo que sucedía, me ayudó cuando me atraganté con el agua. Su uniforme celeste estaba cubierto de sangre, pero no sospechaba lo que mis ojos veían. «Por favor, solo vete de una vez», supliqué en mis adentros, cosa que hizo segundos después.

—¡Estoy harta!

Grité estampando mi rostro contra la almohada en señal de desesperación. No entendía el significado de aquellas personas degolladas. Quizás estaba volviéndome loca.

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—¿Entonces aceptarás el empleo? —preguntó mamá desde la cocina.
—Aún no sé, tendría que mudarme al centro y vérmelas por mi misma —respondí con un tono infantil— No estoy preparada para algo así.
—Si tu padre te oyera, estuviera rojo como un tomate hablando de lo importante que es ser independiente.
—Sí, papá no era bueno para entender bromas... Aunque, lo decía en serio, en parte. No quiero mudarme y empezar de cero. No otra vez.

Mamá preparaba el desayuno, el olor del café llenaba el lugar. Vivíamos solas desde que Lewis, mi hermano mayor, se casó con su novia de toda la vida tres años luego del infarto de papá. Nos vimos obligadas a llevarnos bien después de años de malos entendidos y discusiones inútiles. Era eso o quedarnos en una incómoda soledad.

Pasados unos minutos, mamá traía huevos con tocino, unas rodajas de pan tostado, jugo de naranja y café salvadoreño, un desayuno cinco estrellas. Comencé a comer sin levantar la mirada, no deseaba ver el rostro desfigurado de mamá, no esa mañana. Su piel cianótica, sus ojos opacos, las muecas rígidas en sus facciones; no soportaba mantener la mirada por más de un par de segundos, sin embargo, su voz y su trato, seguían iguales.

Estuvimos así por una semana, hasta que su cuerpo, tirado en la bañera todo ese tiempo, empezó a descomponerse.

Había convivido con mi madre muerta.Debí llamar a la policía, quienes determinaron luego de una investigación que todo se trató de un accidente. Cuando regresé a nuestra casa, luego de los peritajes, no volví a verla más, aunque en ocasiones llegué a escuchar su voz. Las cosas empezaron a irse al carajo al mudarme al centro.

Tenía en mente, que al final de todo, comenzar de cero no era mala idea. Aún llevaba en mi espalda el estigma de ser la mujer quien se mantuvo encerrada con el cadáver de su madre durante una semana, cosa que atraía miradas hirientes, me había convertido en un bicho raro.

El trabajo, al menos, lejos de causarme descontentos, me mantenía ocupada y por ocupada me refiero a alejada de las personas. Podía permanecer en mi oficina sin ser molestada, pedía comida a domicilio y salía cuando todos se hubieran ido a sus casas. «Mientras menos contacto con otros, mejor», me repetía con la mirada fija en el ordenador.Una vez fuera de la oficina, las cosas eran diferentes. No pude conseguir el apartamento en las inmediaciones, logrando, a duras penas, un piso al otro lado de la ciudad. Debía tomar el autobús hasta la estación Clare y luego dos trenes más. El viaje no representaba un problema, pero la gente, eran demasiadas personas.

Rodeada de personas desconocidas, fui generando una fobia social aguda. Cosa que empeoró una noche.

El viaje a la estación no fue mayor cosa, pero el tren estuvo especialmente lleno. Aunque pude tomar asiento, la multitud me apretaba, asfixiándome sin poder hacer nada. Al alcanzar un túnel, donde las luces se apagaron, sentí de repente que las personas encima de mí se apartaron, liberándome y dándome un respiro. Cuando las luces encendieron, el vagón estaba vacío.

—¿Adónde se fueron todos? ¡Hola!

No hubo respuesta. El tren avanzaba con normalidad.Una figura apareció por detrás de una de las puertas que conectaba al siguiente vagón, pensé que se trataría de un operario que me explicaría lo que estaba pasando, no obstante, al abrirse paso y entrar, noté que en realidad era un cadáver en avanzado estado de putrefacción. Caminaba de forma errática y no hacía más que balbucear palabras inconexas. Ni siquiera pensé en gritar, las piernas no me respondieron, cayendo al suelo, sin fuerzas. Justo cuando aquella figura espectral estuvo por ponerme una mano encima, las luces se fueron, regresando casi de inmediato. Las personas del vagón tuvieron que sostenerme. Decían que empecé a arrastrarme por el suelo diciendo incoherencias.

Una semana después, el médico me recetó risperidona, pensaba que así se calmarían mis ataques psicóticos. No funcionó.

A diario me encontraba con personas muertas, miles de ellas. Atropellados, baleados, uno que otro ahorcado que aún llevaba el lazo al cuello. Un sinfín de imágenes que no hacían más que arruinar mi mente, llegando apunto en el cual, los cadáveres que encontraban me lastimaban, golpeándome fuerte en más de una ocasión.

El día que decidí dormir para no despertar, no vi a una sola persona normal. Todos quienes me encontré por la calle, en la oficina o en la estación, parecía dañados, desgarrados, heridos y agonizantes, incluyéndome en cada reflejo. No lo soporté más, el suicidio era un escape.

El Pabellón de los DegolladosWhere stories live. Discover now