Quizás supe qué sería de ella al verla por primera vez. Y pensar en eso me ahueca, como si nunca hubiera existido para ella ni para nadie en realidad. Era verla caminar y saber, por la forma de aproximarse a la pequeña mesa tipo pupitre y tirar su mochila sobre la silla como si cada movimiento le costara, como si viniera cansada a causa de un enorme esfuerzo. Ella, que tenía la misma edad que yo cuando por primera vez alguien me descubrió los secretos del amor de niños, era un cuerpo de peso incierto. En realidad, físicamente hablando, no era una chica grande, podríamos incluso decir que era pequeña para su edad y que la gente en la calle o en el colectivo podrían haberla confundido con una nena. Pero tenía 17 años, y estos le cargaban en la espalda, quizás por eso sus pasos eran lentos, distantes. Se llamaba Carolina Ibarra y nunca más olvidé su nombre ni sus ojos con sueño.
Carolina llegaba a la escuela en el micro escolar que frenaba al costado del camino, en la tierra que conducía a la casa que su padre había abandonado cuando ella tenía entre cuatro y seis. No tenía recuerdos de ese hombre, al menos ningún recuerdo vivo, aunque por momentos lo idolatraba y pensaba que había hecho bien en irse lejos, en dejarla a su mamá y a ellos por otra mujer. Se había mudado al centro de la ciudad a la que ella -por más que nadie pudiera creerlo- no había ido jamás. Pero otras veces lo odiaba en serio, cuando lo veía en el hombre que ahora dormía con su madre y que era padre de su hermano, un bebé llorón a quien debía cuidar a pesar de que Carolina sentía rechazo por los bebés. Los sentía un engaño, tiernos y perversos. El bebé le daba miedo. Sentía que podría matarlo de mil maneras. Si olvidaba su leche. Si no lo cuidaba del peligro. Si no lo protegía del sol. Nunca dijo Carolina que deseaba irse lejos. Jamás hubiera dicho en voz alta si necesitaba algo o que se sentía, en realidad, sola.
Cuando me contó que no conocía la ciudad pensé que lo decía en sentido figurativo, que "no conocía" como uno puede no conocer del todo a las personas que tratamos, incluso con el paso de los años los años. Carolina no conocía Tandil porque su madre no le permitía irse de la casa a menos que ella la mandara a hacer uno u otro mandado. Carolina creía, joven de alma como era, que la negativa de su madre era producto de su pena de amor: era el odio hacia el hombre que la había abandonado por otra mujer y otros hijos, y se había trasladado al centro que ella juró nunca más pisar para no tener que verlo ni en su imaginación. Carolina se decía a sí misma que la madre no era una tirana ni una bruja: era una mujer con el corazón roto. De otra forma no hubiera entendido -ni le hubiera perdonado- que la encerrara del mundo. Y por resto del mundo Carolina quería decir los kilómetros que separan el Cerro del centro de la ciudad, que no son muchos pero a veces parecieran los más difíciles, los más distantes. Es la distancia dentro nuestro la más difícil de transitar.
Carolina decía "se creen que soy la sirvienta" cuando llegaba a clase con el humor que la caracterizaba, y que ella excusaba como falta de descanso. Yo le decía Carolina, tenés que aprender a descansar mejor. Carolina, tenés que alimentarte mejor. Lo decía con las mejores intenciones de que me escuchara, de que cambiara su ladrido de perro con hambre por un "Buendía" amigable. Yo decía muchas cosas con buena intención por esos días, esos días en los que todavía no sabía que el mundo de algunos no se vale de intenciones, que hay algo de fondo que produce sueño porque simplemente es así. Y mis palabras eran tan vacías como el buen día de perro de Carolina, quizás algunos lo tomaran como una tomada de pelo o un chiste cruel. Qué sabés vos de descansar. Qué sabés vos de todo lo demás. Yo no hubiera sabido qué contestar, porque no sabía nada.
Carolina solía ser puntual para llegar a la escuela, excepto los días que se quedaba dormida y no legaba a clase. Estos eran los peores, decía, porque se quedaba en su casa. Y en su casa trabajaba mas que en la escuela, me decía. Su mamá la hacía limpiar la casa. Su mamá la hacía cuidar al bebé. Su mamá la hacía cocinar. Su mamá la hacía atender a su padrastro. Y Carolina hacía, de mal humor, lo que la mandaban a hacer. También estaba el novio, que la celaba. Hace poco me rompió el celular, me contó. No me deja hablar con mis compañeros. Pero lo decía sonriendo, no sé si de verdad o de pena. "Me voy a ir lejos", decía Carolina. "A Tandil", y sonreía. Carolina pensaba que le quedaba poco; al año siguiente, sin escuela, sin madre, sería un ser libre y no tendría que servir la cena en el sillón a nadie, ni cambiar pañales, ni lavar calzones de hermanos sucios. Sería lo que ella quisiera ser.
¿Y qué querés ser, Carolina? Le pregunté, como si alguien a los diecisiete años pudiera contestar esa pregunta. Carolina me miró, desconcertada. Era un ovillo en la silla del aula. No sé todavía, me contestó. Pero el año que viene quiero descansar, dijo. Todos nos reímos. Tomábamos mate, los chicos comían bizcochos de grasa que pasaban de mano en mano. Carolina no comía. Se sentía descompuesta, dijo. Vivía descompuesta, me pareció a mí. Cuando la conocí, le pregunté qué era lo que más le gustaba hacer. Carolina me respondió "dormir". Carolina dormía gran parte del día. Se te va a pasar la vida durmiendo, le dijo Salvador. Qué me importa, le contestó, con su tono de siempre. Tengo sueño y necesito descansar. Alguien en algún lado gritaba por Carolina. Hermana, ¿dónde están tus sueños? ¿qué han hecho con el brío que estalla dentro y no te deja dormir? Quisiera poder darte de mi sangre las ganas de ser tuya, de ser tuya y de nadie más, de ser todo lo que te dé el cuerpo y las tripas. Pero en cambio, salió de mi boca una de esas frases que se dicen, que alguien dijo, que todos decimos alguna vez: Carolina, si no vas a la escuela, ¿quién va a bancarte si mientras vos descansás? Le pregunté. De algo tenés que vivir. Carolina me contestó: Me voy a ir a vivir con mi novio. Y que se vayan todos a la puta madre que los parió. Carolina no intentaba ser graciosa, pero había algo en su forma de ser que tentaba. Un constante quejido que de tan absurdo, daba risa. Eso creíamos. Pero quizás Carolina tenía razón en quejarse. Quizás era la vida que la apresaba de a poco y ella, en su silencio, estaba gritando. Pero nosotros veíamos que dormía. Carolina dormía. Entonces reíamos.
Un día Carolina no vino a la escuela. Pasaban los días. La preceptora no sabía qué podía estar sucediendo. El director llamó a su casa reiteradamente. Algunos días después. alguien contestó su llamado. Era el novio de Carolina, que hablaba en su nombre, como si ella ya no tuviera voz.
Carolina necesita hacer reposo, le dijo. Este año no va a volver a la escuela. Tiene que quedarse en casa y descansar, por el bebé, le dijo. El director insistió con que Carolina terminara el último año. Le dijo que podía seguir asistiendo a la escuela, le contó de qué maneras podíamos ayudarla en este proceso. El novio dijo que no. Dijo que lo vería más tarde con ella. Pero ella no estaba ahí. Ella no tenía voz.
Carolina estaría descansando, finalmente, en una cama, a pocos metros de donde su novio hablaba con el director. Quizás estuviera soñando, tranquila, mientras purgaba su cansancio acumulado entre las sábanas de su novio. O quizás, con la amargura que solo estas historias permiten probar, le pincharía dentro, allí donde estaba lo que crecía en su vientre, que la ataba de a poco al suelo bajo sus pies como la raíz de un árbol de espinas.
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Carolina en las sierras
Short StoryCarolina tiene 17, vive en el campo, va a una escuela rural. Su vida es esperar a terminar la escuela, hasta que aparece algo más.