"Dios ante dioses"

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Los brazos de Perseo aún sujetaban a Olimpia bajo el agua cuando una especie de trance la abrigó en el océano. Sus pulmones parecieron abrirse, ya no le ardía el no poder respirar, inconscientemente se encontró haciéndolo como si nunca hubiese abandonado la superficie. Pensó que aún no estaba muerta y esa era buena señal, el Gorgoneion al parecer no funcionaba con solo su presencia en el mar, ¿cuánto más faltaría para que Poseidón la matara? Después de todo, ella le había arrebatado a Minerva.


—Me traicionaste —habló volteando la cara para mirar a Perseo. Éste le esquivaba la mirada, temeroso.

—Tuve que hacer algunos sacrificios —dijo livianamente. Luego sonrió, con cinismo.

—Van a matarme.

—Poseidón espera ese momento hace años, Atenea le prometió que ayudaría —detalló su viejo amor.

—Danáe hizo bien en dejarte —masculló Medusa entre dientes—. Ni siquiera te atreves a mirarme.

—No caeré en tu trampa, Medusa —le advirtió él con aires de superioridad.

—Ya caíste una vez, Perseo —le recordó la muchacha, su voz timbraba divertida. Como si se burlara de él—. Debías matarme, pero decepcionaste a todo el Olimpo, ¿lo recuerdas? Caíste en mis redes.

—Comento una vez el error, luego lo evito por siempre —le aseguró.

—Es una pena, con lo lindo que eres te vuelves tan cobarde —susurró acercándose, pero él no dejaba de jalarla en el agua. Se movían considerablemente lento.


Olimpia recordaba aquella melodía ensordecedora, como un torbellino de agua y estridentes ondas sonoras, un grupo de sirenas apareció rodeándolos. Todas ellas con los colmillos afilados y el cabello celeste ondeando en la corriente marina.

Medusa les sonrió divertida, exponiendo sin esfuerzo las serpientes de su cabello. Le corría la sangre y deseaba con todas sus fuerzas poder petrificarlas una por una. Para su desgracia, Atenea había sido demasiado selectiva con su maldición. Las sirenas ondeaban sus colas escoltándolos. Aquellos seres mitológicos distaban de la belleza y la dulzura enloquecedora que narraban los cuentos, eran tiburones emparentados con mujeres. Apenas hablaban, murmuraban una letanía aguda que hacía que quien las oyera quisiera arrancarse los tímpanos. Exhibían sus colmillos y chasqueaban sus lenguas hambrientas de carne humana, solían tomar la sangre de los peses muertos y el hedor siempre les daba un aura putrefacto en la cercanía.

Olimpia sabía exactamente a dónde la llevaban, Atlántis, la ciudad del Rey de los Mares. Sus hijas, sus amantes, sus sirenas y sus súbditos vivían en la ciudad de cristal, cuenta la leyenda que Zeus la hundió para que su hermano pudiera gobernar a sus anchas en el mar, y en un banco de arena en medio del océano, Atlantis dentro de una burbuja era una metrópolis de lo más fascinante. Peses, plantas marinas y humanos se mezclaban en un ecosistema inexplicable.

Después de tanto tiempo de nadar, a lo lejos la enorme burbuja albergaba el destino final de Medusa. Podían verse las enormes estructuras centellar bajo el reflejo del sol que filtraba el mágico filtro, la arena bajo los pies de la peligrosa muchacha cambiaba de color, dejaba de ser blanca y se teñía de dorado, las monedas de oro se apilaban contra las rocas y los corales. Las sirenas solían hundir grandes barcos para comerse a sus tripulaciones, los motines se esparcían en el fondo del océano. Atlantis probablemente era el lugar más lujoso y rico del universo, pero nadie podía llegar si Poseidón no mandaba a buscarlo.


—Llegó tu hora, Medusa —le advirtió Perseo. Estaban en la entrada de la gran ciudad.

OlimpiaWhere stories live. Discover now