Las campanas repican, miro hacia el cielo y el sol me hace entre cerrar los ojos. Es increíble que este aquí, justo aquí. Sintiendo cómo el calor delicioso de la mañana atraviesa el traje que llevo puesto.
Todos están felices, todos ríen y no es para menos. Verte llegar con tu vestido blanco es un privilegio, luces hermosa Candy.
Siento un montón de emociones mezcladas e intensas al verte, como si esto fuese un sueño, uno muy bello.
La mano de mi amigo estrecha con fuerza mi hombro en señal de apoyo. Yo sonrío y respiro profundo. Prometo estar tranquilo -le digo-, prometo disfrutar este momento como ningún otro.
Nada de nervios Tom, nada de miedo...
-Una de las cosas de mas valor para un hombre es su libertad, el poder de ir y venir a donde uno quiera, con quien uno quiera. Usted no tiene por qué darle cuenta a nadie de lo que haga ¿me oye? usted es libre hasta que se case bien casado con una buena mujer, porque no espero menos que eso para usted. Mientras nomás cuidese para que nadie lo amarre... para que no lo entoluachen o le endilguen un chamaco.
-Apá...
-Apá, apá... si bien se por qué se lo digo, ¡mire nomás que estampa se carga muchacho! ¡Que garbo caramba! Mi padre hubiera estado bien orgulloso de que usted fuera un verdadero Stevens. Y yo que me equivoqué apalabrándolo con la Dayanita desde chiquillos, pero de eso ya le dije, olvídese y quédese tranquilo porque la chamaca puso tierra de por medio y se fue bien lejísimos a Suecia o sabrá Dios donde.
Paul Stevens me miraba con cariño, con respeto. Escuchar sus palabras me hacía inflar el pecho de orgullo y alguna vez hasta me aguanté las ganas de llorar. Desde que llegué a su casa siendo un niño tuve disciplina, las órdenes eran claras, directas y se daban una sola vez. Con ese hombre de cabello blanco y cansadas manos gruesas no había medias tintas.
A veces las reprimendas fueron más allá de un castigo verbal. A veces mi rostro y piernas quedaron pintados con las marcas de una ira mal contenida, de una soledad que lo había acompañado a él tanto tiempo y lo había convertido en un hombre parco, duro y hasta agrio de carácter y de difícil trato.
Paul Stevens, mi padre, como aprendí no sólo a llamarle, sino a quererle de verdad, había perdido a su esposa y sus tres hijos en un incendio en el Rancho Stevens. Cuando trató de hacer algo por ellos ya era tarde y nadie lo dejó acercarse. Por eso su corazón se endureció.
-¡No es forma de tratar a Tom! ¡Usted prometió que no volvería a pegarle!
Recuerdo con que fiereza me defendiste Candy. Tus mejillas y tu frente parecían tomates, tus puños cerrados con fuerza y coraje. Traté de calmarte un poco pero me empujaste y me llamaste tonto por permitir ese trato.
-En el hogar de Pony nunca nos pusieron una mano encima Tom. ¡No puedo creer que te dejes lastimar por éste hombre tan salvaje!
Dijiste ya con tu voz a punto del llanto. No olvido tus ojos, tus hermosos ojos llenándose de lágrimas por mí. En ese momento no me dolió tanto la tunda recibida como me dolió verte tan triste, tan indignada por algo que creías una injusticia.
Esa tarde, mi padre me abofeteó porque perdí parte de su ganado en las riveras del río. Entonces quise dejarlo, pensé muy seriamente en la posibilidad de escapar de su lado, regresar al Hogar de Pony, seguir tu consejo e irme contigo.