Toma de la Bastilla: ¡Es así es como nos vengamos de los traidores!

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Sangnnaire, aquella tierra que ha vivido un sinfín de guerras y corrupción por parte de sus gobernantes.

El estómago vacío del pueblo rugiendo con más fuerza para hacerse escuchar mientras suplican por trabajo y un poco de comida.

El hedor es la fragancia de las calles y de los pueblerinos, un repelente que ahuyenta a la realeza, a los miembros de la Corte y a algunos nobles.

La muerte acecha bajo la luz del día y de la noche, cubriéndose con una túnica negra y portando una guadaña en su mano derecha. No conoce el descanso. Con su huesudo dedo índice tacha de su lista, que sujeta con su mano contraria, los nombres de las víctimas: entre ellos están escritos los nombres de niños, recién nacidos, ancianos, jóvenes y adultos, y comparten una similitud: pertenecen a la plebe. ¿Y la aristocracia? Cada año, un número insignificante ocupa la lista contra cientos mendigos de pan; como se dirigen hacia esta desdichada gente entre carcajadas y burlas, mientras sostienen una copa de vino en una mano y con la otra un trozo de exquisito y esponjoso pastel, y apostando exageradas sumas de dinero. No obstante, aquellos nombres escritos con sangre ocuparán gran parte de la lista con la llegada de un desenlace que marcará un antes y un después en la historia de esta tierra. El pez gordo encabeza el listado y con letras un poco más grande que el resto, también escrita con sangre: Cosette Tragireux, reina de Sangnnaire.

Un intenso y conflictivo 14 de julio de 1789 veinte mil víctimas de la desigualdad social y abusos por parte de la aristocracia, acompañados por soldados dispuestos a luchar y morir a su lado, se reúnen en el exterior de la Bastilla preparados con mosquetes, doce cañones, un montero y pólvora que obtuvieron el día anterior saqueando a El Hotel de los Inválidos, una morada real dedicada a soldados y militares veteranos sin hogar, cerca de la Escuela Militar; estos soldados salieron de ambos establecimientos y conociendo la situación del pueblo. Estamos para proteger al pueblo, no para martirizarlo, es el pensamiento que los motiva.

El puente levadizo está levantado, impidiendo el paso de la muchedumbre sedienta de justicia a las entrañas de la fortaleza, donde tienen en cautiverio a plebeyos y nobles a favor del Tercer Estado, representante del pueblo oprimido.

La desesperación y el miedo carcomen al gobernador de la Bastilla, quien se oculta tras esos muros protegidos por cañones, e intenta pensar una manera de poder llegar a un acuerdo que detenga el infierno que se aproximará en cuestión de horas o minutos, probablemente en menos tiempo. Se siente inútil al no ser capaz de apaciguar situaciones como ésta. Durante la mañana, tiene largas charlas con dos líderes del movimiento, y con ambos se rehúsa rotundamente a sus intenciones: Las reservas de pólvora que guardan en la Bastilla. Al mediodía, su última oportunidad de negociación es aún peor: Los representativos revolucionarios exigen la rendición de la fortaleza y la entrega no solamente de la pólvora...

─¡También quieren las armas! ─exclama aterrado y furioso, agarrándose la cabeza con ambas manos, casi que se arranca los mechones de cabello, ahora que se encuentra solo en la sala─. ¡Es una locura! ¡Debo hacer algo de inmediato! ¡Moriré aquí mismo si no hago algo!

Desea reanudar las negociaciones con los líderes, no quiere quedarse de brazos cruzados y llorar como un bebé en posición fetal mientras chupa su dedo pulgar... La tierra comienza a temblar y los tímpanos a silbar. Los revolucionarios expresan su impaciencia y fastidio abriendo fuego.

─¡¿Esos son cañones?! ─pregunta, alterado, a punto de llorar─. ¡Hagan algo, idiotas! ─ordena a los guardias, y estos inician su marcha hacia sus posiciones de ataque.

Tres de la tarde. El fuego cruzado anuncia la caótica batalla. Los asaltantes hacen oído sordo ante las peticiones de las autoridades en ponerle un alto el fuego; no queda más que continuar con el contraataque.

¡Vive la Reine!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora