Un recuerdo grabado en nieve

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Ese día, para su mala suerte, la ciudad portuaria de Yokohama se teñía del blanco gélido de la nieve. Tembloroso aún vistiendo con sus ropas invernales, el joven ejecutivo de la Port Mafia recorría a paso rápido las escarchadas calles, maldiciendo por lo bajo el clima invernal y apresurando el paso queriendo refugiarse cuanto antes en la calidez de su hogar. Rimbaud detestaba el frío, pero en aquella ocasión fue el frío el que evocó uno de los muchos momentos que el joven atesoraría por siempre.
Esta vez el fugaz recuerdo se remontaba hacía 8 años atrás. En aquellos tiempos un viento gélido también tornaba de blanco las fachadas de los edificios. En medio del blancor del paisaje parisino, mezclados entre la multitud de gente, dos jóvenes caminaban tomados de la mano, a veces regalándose genuinas y despreocupadas sonrisas, ajenos del mundo que les rodeaba, restándole importancia a las pocas personas que volteaban a verlos de mala manera, como si no existiese nada en ese momento salvo ellos mismos.
Pronto una ráfaga de viento helado azotó la calle, tomando por sorpresa a ciudadanos, entre ellos a la pareja, quienes se detuvieron de súbito cuando la repentina ventisca golpeó de frente al más alto de los dos, despeinándole y llevándose consigo las orejeras que utilizaba para cubrirse del frío.

—Está bajando la temperatura... —Comentó el joven de larga y negra melena, aunque poco se le podía entender dado que sus dientes rechinaban debido a la frialdad que sentía, siempre había odiado el frío, sin embargo no tuvo corazón para negarse cuando su pareja le pidió una cita, habría sido capaz de soportar cualquier clima con tal de complacerle, pero aquel invierno superó sus expectativas, resistirse le parecía imposible.

—Quieres que regresemos a casa ¿verdad? —Le cuestionó sonriente su amado, quien ahora le volvía a colocar las orejeras que el viento le había arrebatado.

—Lo lamento, no puedo lidiar con este clima. —Rimbaud se mostraba avergonzado de tener que cancelar su improvisada cita, había aceptado aún sabiendo que aquel clima no sería nada agradable pues era incapaz de negarse a una petición de su pareja, sin embargo, luego de estar andando durante unas horas, se dio cuenta de que aquel frío era demasiado para él.

—Volvamos a casa, te preparé chocolate caliente. —Y dicho eso, volvió a enlazar sus manos con las enguantadas manos de Rimbaud, quien sonreía genuinamente al dejarse guiar por su pareja.

—Vaya, parece que te hace mucha ilusión ayudarme a entrar en calor. —Le comentó en voz baja, pero sin perder el tono juguetón que utilizaba al bromear con su pareja, quien en respuesta contuvo una carcajada para posteriormente voltear hacia Rimbaud y dejar un beso en sus níveas mejillas.

Unos minutos más tarde, una vez en su apartamento, el escuálido jovencito de larga melena negra se deshacía de los pesados abrigos que utilizaba para cubrirse del frío parisino, y quedándose con una vestimenta más cómoda, se dejó caer encima de la cama, ocultándose entre los almohadones y deslizándose bajo las cálidas mantas, disfrutando del aroma de su pareja impregnado en sus telas y la suavidad de su confortable lecho, realmente aquel sitio era el paraíso para él. Sin embargo, desvío su mirada del lecho hacia las escarchadas ventanas, percatándose de la blancura de la nieve que recién había comenzado a caer de nuevo.

—Es preciosa, ¿verdad? —La voz de su amado irrumpió en el silencio de la habitación, sacado así a Rimbaud de la ensoñación en la que se encontraba.

—No... —Fue lo que musitó en respuesta el jovencito de negra cabellera, dejando extrañado a contrario. —No me gusta la nieve, es fría, escarcha los ventanales impidiendo el paso de los cálidos rayos del sol, se acumula las calles y los portones dificultándole el andar a la gente, pinta de blanco las fachadas de los edificios, los árboles, las flores arrebatándoles el color que tuvieron una vez en vida, además...

—Vale Arthur, ya entendí... —Interrumpió Verlaine, tratando de detener el poético discurso de odio de su joven amante. —Debes de estar helado, toma. —Mencionó después, entregándole a Rimbaud la bebida caliente que habría prometido prepararle.

Algo disgustado con la reciente interrupción por parte del mayor, Rimbaud miró de reojo la taza con la bebida humeante, la hubiese rechazado de no ser porque, efectivamente, estaba helado. Así tomó con sumo cuidado la taza, y posteriormente le dio un sorbo, dejando sorprendido a Verlaine.
—No importa cuantas veces lo vea, no dejo de sorprenderme al verte beber cosas ardientes ¿No te quemas? —Cuestionaba al sentarse junto al pequeño bulto de mantas que ahora cubrían casi por completo a su amado.
—No, tengo demasiado frío para ello...
—¿Sabes? Conozco un remedio mucho mejor para combatir el frío, te aseguro que te va a encantar. —Hablaba juguetón el mayor, rodeando en un abrazo a su bello pero malhumorado novio y dejando un casto beso en el pálido cuello de este. Rimbaud se estremeció ante el dulce contacto del contrario, inclusive sus pálidas mejillas se tornaron de un tenue carmín, sabía de sobra a qué tipo de método se refería su amado y aunque realmente le encantaba, en aquel momento no estaba de humor para ello.
—Vas a tirar la taza, apártate... —Contestaba tratando de evadir los devotos mimos y besos de su pareja, pero su rostro ruborizado pedía a gritos que le diera a continuación a aquel tacto.
—Te ves tan adorable cuando te resistes —Decía enternecido el mayor, realmente disfrutaba de ese pequeño juego que se basaba en su querido Arthur haciéndose de rogar. Volviendo en sí durante unos segundos, retiró la bebida caliente de las manos de su amado, colocándola en la mesa de noche, seguidamente, haciendo algo de fuerza logró someter a Rimbaud contra el suave colchón, llenándolo de dulces besos y caricias a las que el jovencito le costaba más resistirse.
—¿Paul? ¡¿Qué intentas...?!
—Te conozco Arthur, disfrutas mucho de este juego de hacerte el difícil, si realmente quisieras que te soltara me hubieses aislado utilizando tu habilidad. —Argumentó en un tono juguetón el mayor, disfrutando del nuevo tono de rojo que se formaba en el rostro de su amado y las maldiciones que este decía por lo bajo tras ser expuesto. Dejó ir una sutil carcajada antes las tiernas reacciones de su pareja, y posteriormente se inclinó sobre él, uniendo sus labios en un dulce y casto beso que próximamente se volvería más demandante hasta desembocar en la desenfrenada pasión de ambos amantes. Está de más decir que el chocolate caliente se les enfrió.

Habían pasado unas horas cuando Rimbaud despertó, miró a su alrededor y se encontró con la hermosa visión de su pareja aún dormido tras el acto de amor que acababan de realizar. Dejó un beso en la frente del contrario y aún acurrucado en el cálido lecho, desvió su mirar dorado hacia la escarchada ventana, fijándose nuevamente en la nieve densa que ahora cubría la ciudad parisina.

—¿Qué tanto miras ahí fuera? —Cuestionó somnoliento el mayor, que había despertado tras sentir los mimos de Rimbaud.

—Paul... La nieve... ¿Nunca has pensado que los copos de nieve podrían ser lágrimas? —Cuestionó inocentemente el jovencito de melena negra volviéndose hacia su amado para mirarle con un destello en los ojos, semejante a los de un niño.
Verlaine se quedó extrañado con semejante comparación, a veces no entendía la forma tan metafórica que usaba su amado al expresar algunas cosas, quizás porque él no era tan sentimental como lo era Rimbaud.
—Em... Realmente nunca me había detenido a imaginar algo así...
—Cuando nieva, suelo pensar que las nubes están llorando... Quizás porque se deben sentir tristes en el frío y la soledad del cielo... —Mientras Arthur hablaba, Paul le escuchaba en silencio, más que nada porque no sabía qué comentar al respecto, para él la nieve no era más que un simple fenómeno meteorológico, pero le hacía gracia el significado tan poético que su joven amante le daba a ello. Sonrió dulcemente, contemplando el brillo de los ojos dorados de su amado, y en un arrebato de ternura le tomó de las mejillas para depositar un corto y casto beso en sus labios.
—¿Ya no tienes frío? —Cuestionó con claras intenciones de querer cambiar el tema de la conversación. Ante su pregunta, Rimbaud también esbozó una gentil sonrisa y juntó su frente con la de su amado, haciendo que las narices de ambos se rozaran.
—Ya no tengo frío, porque ya no estoy solo...

Años después, frente al inmenso ventanal escarchado de su mansión, el ejecutivo de la Port Mafia, Arthur Rimbaud, mejor conocido como Randō, contemplaba como los copos de nieves teñían de blanco la ciudad portuaria de Yokohama. En ese entonces, a pesar de haber pasado relativamente poco tiempo, la expresión de Arthur se había vuelto más adulta, los amargos recuerdos del pasado había terminado por borrar la sonrisa juvenil que lo caracterizaba, la madurez y la experiencia se habían llevado consigo el brillo de sus ojos dorados tal y como la fría nieve le quitaba la vida a las flores. Así, en soledad, tiritando de frío, observando el paisaje invernal y descolorido, Rimbaud repitió la misma frase que le dijo a quien una vez fue su amado.
—Las nubes están llorando...

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