capítulo v

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Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero.

Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su ordinario remedio,
que era pensar en algún paso de sus libros, y trújole su locura a la memoria aquel de Valdovinos y
del marqués de Mantua, cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños,
no ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos, y, con todo esto, no más verdadera
que los milagros de Mahoma. Esta, pues, le pareció a él que le venía de molde para el paso en que
se hallaba, y así, con muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir
con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del bosque:

-¿Dónde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.

Y desta manera fue prosiguiendo el romance, hasta aquellos versos que dicen:

-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí un labrador de su
mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino; el cual, viendo aquel
hombre allí tendido, se llegó a él y le preguntó que quién era y qué mal sentía, que tan tristemente
se quejaba. Don Quijote creyó sin duda que aquel era el marqués de Mantua, su tío, y, así, no le
respondió otra cosa sino fue proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia y de los
amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.

El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y quitándole la visera, que ya
estaba hecha pedazos, de los palos, le limpió el rostro, que le tenía cubierto de polvo; y apenas le
hubo limpiado, cuando le conoció y le dijo:

-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no había pasado de
hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a vuestra merced desta suerte?

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor
que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía alguna herida, pero no vio sangre ni señal
alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecerle
caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante,
al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de
oír los disparates que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y
quebrantado, no se podía tener sobre el borrico y de cuando en cuando daba unos suspiros, que los
ponía en el cielo, de modo que de nuevo obligó a que el labrador le preguntase le dijese qué mal
sentía; y no parece sino que el diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos,
porque en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez, cuando el
alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó cautivo a su alcaidía. De suerte que,
cuando el labrador le volvió a preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas
palabras y razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del mesmo modo
que él había leído la historia en La Diana de Jorge de Montemayor, donde se escribe;
aprovechándose della tan a propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de
necedades; por donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al pueblo por
escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lo cual dijo:

Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa que he dicho
es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago y haré los más famosos hechos
de caballerías que se han visto, vean ni verán en el mundo.

Don Quijote de la Mancha. OriginalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora