Carmen

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Prólogo:

Eran las diez de la noche de un martes de mutual juvenil en la iglesia. Aún no había llegado a casa y estaba muerto de cansancio. Del trabajo había decidido ir directamente a la actividad: una especie de reunión social y retiro espiritual. Para sorpresa mía, nadie había asistido.  El edificio vacío y cerrado, las calles misteriosamente solitarias, la noche lúgubre, una luna agonizante que parecía venirse abajo, y las luces de los postes de alumbrado público oscilando,  fue todo lo que me esperó, quién sabe desde que horas. No había dudas. era mi día, ah, y como para variar la situación, la batería de mi celular estaba totalmente muerta. 

Siempre he tratado de ser reverente en cuanto a los asuntos de Dios, pero a veces es inevitable dejar escapar una mueca o lanzar alguna injuria, más aún si las actividades no se planifican con la debida seriedad. 

Estaba furioso.

Bueno, recogí mis pasos, apreté los ijares de mi mochila negra contra mi espalda, y me propuse a caminar. La iglesia no estaba a más de dos kilómetros de donde yo vivía. El único lugar algo curioso de transitar, y no porque represente un peligro, era el parque de los gatos, llamado así por la gran cantidad de felinos que habían hecho de esa zona su hogar. Ya en alguna oportunidad, vecinos que no estaban de acuerdo con la presencia de los animales, por considerarlo como amenazas para la salud pública, se habían enfrentado a colectivos animalistas de la zona que querían conservarlos allí. El asunto estaba entrampado en los tribunales de justicia, y estaría ahí por un buen tiempo. Lo cierto es que los gatos, agazapados entre los arbustos y matas de flores, destellaban, por cientos, sus ojos luminosos al contacto con la luz nocturna.

El invierno reinaba con el miedo mimetizado con la neblina nocturna. Las hojarascas danzaban según el capricho del viento humedecido, que, cual marionetista, no las hacía tocar suelo. Aquello, sin dudas, fue aterrador. Se me empezó a erizar la piel. Un gato negro se atravesó por mi camino de manera rauda, lo que me propinó una dosis adicional de susto, además, me rozó los pantalones.

En eso, cuando regresaba la vista después de cerciorarme de que había sido un gato y no otra cosa, tropecé, aunque no de manera violenta, con una chica que surgió de la nada. Ella solo atinó a encogerse de hombros, como desorientada. Tal aparición me dejó impactado, pues había mantenido la mirada en frente todo el tiempo, y no había divisado, por lo menos a más de trescientos metros, a nadie  venir hacía mi. 

Pero mi sorpresa fue mayor cuando me di cuenta que se trataba de Carmen, una chica del grupo de jóvenes más activos de la iglesia. Bueno, no éramos tan amigos que digamos, pero habíamos, alguna vez, hablado extensamente sobre cada uno de nosotros. Camen era una joven buena, digamos, equilibrada, algo tímida, pero muy especial. Físicamente era una chica menuda, de contextura delgada, aunque de rostro hermoso, donde sus profundos ojos pardos llamaban la atención de cualquiera. Pese a todo, jamás la había visto con otros ojos que no fuesen los de un hermano.  Me sorprendió verla sola, apenas con una blusa blanca, casi transparente. Tiritaba de frío.

Al instante, me quité la casaca de cuero marrón y se la puse en los hombros.

-!Carmencita! ¿Qué haces aquí? No me digas que también viniste en vano a la reunión...

Pero ella no respondió, solo se envolvió con la casaca. Tenía el rostro pálido.

-¿Te sientes bien?-volví a preguntarle, pero tampoco me respondió.

-Déjame que te lleve a tu casa-le dije bastante preocupado, entonces recién elevó la mirada.

Al escrutar sus facciones, pude percibir que su rostro se amarillaba.

Tosió de manera seca y violenta por largos segundos, luego se aclaró la garganta.

-No, por favor, no-me respondió-. No quiero regresar a casa. Salí a caminar, precisamente porque no deseo estar allí. Todos lloran últimamente y el medico me ha dicho que no debo estar en lugares donde me deprima más. Además, he estado muy enferma en las últimas horas, ya sabes, el asma. Quiero respirar aire libre, aunque lo he estado buscando durante mucho tiempo, no consigo respirar aire libre, siento que me ahogo. 

Cerró los ojos, haciendo una profunda inspiración. Después de toser con ese característico silbido que tienen en el pecho todos los que sufren de asma bronquial, se llevó ambas manos a su bustos marchitos. 

Sentí compasión por ella. Su respiración era dificultosa.

-Claro-le dije-¿como lo había olvidado?, discúlpame. 

Ella sufría de ese mal desde muy pequeña. Había estado, incluso, hospitalizada por causa de esa maldita enfermedad en más de una oportunidad. Me causó extrañeza no verla con su acostumbrado inhalador de color rosado. 

Volví a insistir que era mejor llevarla a su casa. Le aconsejé que no era prudente estar fuera, por el terrible frío que estaba haciendo. De paso le recriminé tiernamente por salir con prendas tan ligeras en una noche tan cruel como ésta, porque además, estaba con una falda corduroy color beige, apenas al ras de las rodillas y unas zapatillas lilas con el risueño snoopy estampado en ellas.

De pronto me tomó del brazo, envuelta en mi casaca favorita. Pude sentir su piel congelada al rozar sus manos. Al instante, el frío empezó a penetrar mi piel. Era un frío venenoso que erizaba los vellos, que quitaba el aire, que calaba hasta el alma misma. En esos momentos, sentí desfallecer, como cuando se quiere despertar de una pesadilla y se te cierra la voz mientras te ahogas en tu desesperación por querer vivir. Al lado de Carmen, todo parecía formar parte de un miedo que no tenía fondo, un pánico que taladraba todo, todo. 

-¿A dónde me llevas?-le dije con suma dificultad, tratando de zafarme de sus manos muertas. 

-¿Hace cuanto tiempo qué no vas el cementerio?-me dijo, revelando una sonrisa diabólica. 

Al instante, perdí la consciencia, sin saber que sería de mí. 

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⏰ Last updated: Feb 25, 2020 ⏰

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