Acabo de ver a un hombre muerto

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Acabo de ver a un hombre muerto.
Estaba en bus del corredor rojo, el 202 que habitualmente tomo en el verano para ir al trabajo, cuando a la altura de Idiomas La Católica, más abajo de la avenida La Molina, el carro que va antes que el nuestro se detiene.
Y veo policías.
Y mucha gente mirando.
Agarrándose la boca.
Y yo no sé nada.
Y solo puedo agarrarme de un tubo porque el carro va repleto.
20 minutos ahí y no sé nada.
Hasta que desvían la ruta.
Y pasamos al carro anterior.
Y lo veo.
Tendido en el piso.
Con un charco de sangre que habla de una hemorragia a gran escala pero que, por la postura de su cuerpo, ya no creo que, aun cuando sus arterias intentaran succionar la sangre de regreso, ello pueda devolverlo a la vida.
Y la luna del carro, justo en la parte delantera que da a la puerta, nos habla de donde fue el impacto.

¿Saben qué fue lo que salió de mi boca al verlo ahí?
Dios.
Eso fue.
Después de mucho tiempo y no en son de broma.
Y me persigné.
No por estar segura de él.
Sino para aquel hombre.
Porque si fuera yo, quisiera estar segura de que al menos alguien se preocupa por mí.
Y me desea lo mejor.
Aún en sus formas más convencionales.
Pero no me quiero ir sin aviso.
Sin conciencia.
Sin sentir más que un impacto contra el cristal.

Aquel hombre detuvo el tráfico 20 minutos.
¿Cuántos detendría yo?
Porque la vida siguió aún cuando el seguía físicamente ahí.
Tal y como siguió el 2017.

Mamá dice que no mire por la ventana pero,
No sabe que yo ya estuve ahí.
Y que vi a aquel hombre tener un ataque y súbitamente caer al suelo.
Ahí, inerte sobre el camión.
Algo me dijo que ya no se iba a levantar.
Ni tampoco a mover.
Mamá no sabe que yo lo vi y tampoco se lo diré.

Porque, yo tampoco me acordaba de ello hasta que vi a aquel hombre caer muerto.

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