1. SPIRIT

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Dicen que jurar es pecado.

En ese caso yo tengo un pase directo al infierno, porque como el señor que tengo delante no se calle, juro que lo haré callar con cinta adhesiva. Luego quizás lo encierre hasta que se pudra.

Por lo general mi comportamiento no es tan... agresivo. No me disculparé por ello ya que, según los libros y las películas, mudarse a una ciudad nueva con la idea de empezar de cero ocasiona una serie de sucesos maravillosos que convierten tu vida en una maravilla.

Dichosos libros y dichosas películas.

—No pagamos mucho los primeros meses. Te lo ganarás si trabajas bien. Si rompes algún vaso, se te descontará del sueldo. Por aquí pasan muchos hombres, así que te recomiendo que te pongas guapa —su mirada recorre mi cuerpo de arriba abajo. Me revuelvo incómoda—. No será muy complicado. Asegúrate de tratarlos bien.

¿Tratarlos bien? ¿Es un bar o un prostíbulo?

Por mi mente pasa la genial idea de arrebatarle la cerveza de la mano, derramársela por encima, lanzarla al suelo y salir de allí con la cabeza bien alta y un "jódete".

Claro que, de ser así, me moriría de hambre y tengo un alquiler de un piso espantoso y diminuto que pagar.

—Está bien —digo, con cara de póker.

—Muy bien. Entonces, a currar. Alvin te lo explicará todo. O Ginger, yo qué sé.

Para alucinar. Quiero preguntarle a qué hora empieza mi turno. Sin embargo ya se encuentra a unos metros de distancia, gritando sobre la barra.

—¡Alvin! —la ronca voz de Robert, mi nuevo jefe, taladra mi cabeza. No llevo aquí más de diez minutos y ya no soporto este sitio.

En pocos segundos un joven de pelo rubio y ojos oscuros sale de lo que parece el almacén. Su rostro muestra molestia y enfado. Su ceño está fruncido y sus pobladas cejas decaen.

—¿Qué pasa?

—Enséñale el bar a la nueva.

Deja caer un trapo aparentemente húmedo sobre la barra. Bufa y chasquea la lengua.

—¿En serio? ¿No lo puede hacer Ginger?

—No, hazlo tú y no te quejes.

Malhumorado, me mira por primera vez con los labios fruncidos. Hace un gesto con la cabeza para que lo siga. Con el bolso al hombro y las botas empapadas de lluvia, voy tras él. Llegamos a la cocina.

—No pasarás mucho tiempo aquí, sino tras la barra. Te enseñaré el almacén, que sí que te será útil. Puedes dejar aquí tus cosas. Tranquila, no te robaremos la cartera.

—Es bueno saberlo, supongo —le dirijo una sonrisa para que vea que estoy de broma—. Soy Adelaida, por cierto.

—Ajá, muy bien. Sigamos.

Me enseña la enumeración de las mesas y poco más. Es mucho más alto que yo, viste una simple sudadera negra y no parece muy simpático. El local huele a alcohol y a producto de limpieza. Las mesas son de madera vieja y gastada; pueden verse marcas y rayas sobre la superficie. La luz es casi tenue, de colores verdes y morados. Al fondo se encuentra una mesa de billar y un futbolín junto a una máquina tragaperras.

—Asegúrate de llevar cada plato a la mesa que le corresponda si tienes que servir. Si estás tras la barra y algún cliente no deja de pedir alcohol, no le des mucho. Los borrachos no traen nada nuevo.

—Dudo que a un borracho le guste que no le sirvan alcohol.

—Esperemos que no se ponga agresivo —se encoge de hombros con indiferencia—. Ya está todo, ahora a trabajar. Empezarán a llegar más clientes.

La valentía del miedoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora