Era una mañana de octubre cualquiera y ya hacía diez minutos desde que mi alarma de las siete me había despertado. Me levanté a duras penas y cansada me acerqué a la ventana de mi habitación para contemplar las vacías calles inmersas en la completa penumbra. Las farolas estaban apagadas, los árboles sin su abrigo que los cubría y protegía del viento helado mientras que a sus pies, las aceras estaban llenas de hojas rotas de tonalidades cálidas que se habían desprendido de sus ramas.
El hecho de que no entrase ni un solo rayo de sol por mi ventana, de un modo u otro, me desmotivó, haciendome sentir aún más sola, más triste y más rota como aquellas hojas débiles y delicadas del suelo.
-Ojalá fuese verano-pensé para mis adentros con la mirada perdida en algún punto de la carretera que veía a través del cristal, rememorando con nostalgia todos mis recuerdos de agosto con Silvia-.
La echaba de menos. Echaba de menos a mi mujer, que hacía que todo fuese más fácil, más claro y alegre con aquella felicidad que rebosaba a cada minuto y a cada instante durante todo el día. Aquella casa en la que me despertaba todas las mañanas era mucho más oscura y daba una sensación fúnebre y melancólica sin su presencia.
Me fui a la cocina de valdosas blancas y le eché de comer a Moisés, el gato de Silvia que sin duda, por sus maullidos nocturnos, la extrañaba tanto como yo.
Después de continuar con mi rutina matinal salí del edificio para irme a trabajar al faro de vigo, un periódico bastante popular de mi ciudad natal donde solía escribir en la sección de deportes. Una gélida brisa me golpeó el rostro cuando abrí el gran portal de mi edificio, haciéndome estremecer y temblar; mis ganas de trabajar ese día iban disminuyendo a cada segundo.
El cielo estaba repleto de nubes grises y negras como el carbón, parecía que iba a llover y subitamente como si este hubiese oído mis pensamientos comenzó a diluviar. Afortunadamente llegué a la parada del bus antes de que las gotas de agua que caían con fuerza me alcanzasen. Sentía que esa mañana sería tranquila aunque un tanto aburrida y mientras escuchaba a Elliot Smith sentada en uno de los asientos del final del bus, me paré a pensar en como me había topado con Silvia, en nuestra historia y en la terrible suerte que había tenido en aquel accidente de coche.
Silvia y yo nos habíamos conocido de una manera un poco peculiar y extraña que a decir verdad, de no haber sido por la camarera patosa y distraída que se había equivocado con nuestros pedidos, puede que no nos hubiesemos llegado a conocer. Aquella calurosa tarde de verano, en la cafetería Maracaibo que ambas solíamos frecuentar junto al puerto, habíamos pedido las dos, por separado, un bocadillo vegetal; la única diferencia era que el suyo llevaba tomate y el mío no. Desde aquel pequeño incidente comenzamos a hablar y a saber más la una de la otra hasta el punto de estar ahora, un año después, casadas.
Silvia era todo lo contrario a mí, ella era muy alegre, positiva, enérgica, desorganizada y despreocupada. Nosotras eramos la prueba de "los polos opuestos se atraen". Estaba completa y locamente enamorada de ella y de sus defectos, que la hacían incluso adorable, no soportaba la idea de tener que vivir sin ella a mi lado, sin las sonrisas que me regalaba antes de domir, sin sus caricias. Sin ella. Y por ello odiaba de manera irracional aquella situación de nombre "coma".
Desgraciadamente , Silvia se había visto envuelta en un trágico accidente automovilístico, en el que chocó brutalmente contra un coche que iba a toda velocidad por la autopista en el carril contrario. Mi mujer, aquella noche, volvía de Villagarcía de Arosa, una pequeña ciudad que estaba a aproximadamente cuarenta minutos de Vigo, tras haber visitado a sus padres. La tremenda colisión entre ambos vehículos dejó el parachoques de su Clio hecho un desastre, irreconocible. Aquel espantoso y violento golpe de esa noche tenebrosa y oscura produjo una fuerte lesión en su cuello, cuatro costillas fracturadas, una pierna deforme y rota y un coma en el que llevaba inmersa tres meses sin mejora alguna. Toda esa situación se me hacía horrible y desesperante, sin saber cuando despertaría o tan siquiera si lograría salir de aquello. Cada vez que iba a visitarla al hospital me echaba a llorar de forma descontrolada, ahogandome en mis propias lágrimas mientras maldecía al hombre borracho que conducía el coche y a mi misma, por no haberla convencido de quedarse con sus padres aquella noche que acabaría en tragedia. Todo lo que intentara hacer era inútil, en vano; no podía hacer nada, simplemente esperar a que ese horrendo y esgoísta coma me devolviese al amor de mi vida.
Después de pasar aquel trayecto pensando en Silvia y dejando caer tristes lágrimas llenas de cólera y remordimientos llegué a la oficina, donde me esperaría otro largo, misero e insignificante día.
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Mi amigo coma
Short StoryDéjala marchar. Déjala volver conmigo. Déjame volver a sentir al amor de mi vida entre mis brazos, coma inmundo, egoísta y oscuro. Sin ella no como. Sin ella no respiro. Sin ella no vivo. Sin ella me muero.