Prólogo

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El majestuoso barco crujía; sus velas ondeaban, infladas por el viento. A días de tierra firme, atravesaba el océano hacia la gran ciudad en el oeste, portando una preciada carga: un hombre. Un hombre que la tripulación conocía tan solo como el Maestro.
Ahora estaba entre ellos, solo, en el castillo de proa, donde se había echado hacia atrás la capucha de su túnica para que le salpicara el agua del mar, sorbiéndola, con el rostro al viento. Una vez al día hacía aquello. Salía de su camarote a caminar por la cubierta, elegía un lugar para contemplar el mar y después volvía a bajar.
A veces se quedaba en el castillo de proa y otras, en el alcázar. Pero siempre clavaba la vista en las olas de blancas crestas.
La tripulación le observaba todos los días. Trabajaban, se llamaban unos a otros en la cubierta y las jarcias; todos se desempeñaban a alguna tarea, mientras no dejaban de lanzar miradas a la solitaria figura pensativa. Y se preguntaban qué tipo de hombre sería, qué clase de hombre tenían entre ellos.
Le estudiaban a hurtadillas mientras se alejaba de la barandilla en cubierta y se subía la capucha. Se quedó allí un momento con la cabeza agachada, los brazos colgando, sueltos, a los costados, y la tripulación continúo observándole.
Tal vez unos cuantos palidecieron cuando pasó a su lado para regresar a su camarote, y, al cerrarse la puerta detrás de él, todos los hombres advirtieron que habían estado conteniendo la respiración.
Dentro, el asesino volvió a su escritorio, se sentó y se sirvió del decantador vino antes de alargar el brazo hacia un libro que atrajo hacia él.
Después, lo abrió y comenzó a leer.
   

Assassin's Creed La Cruzada SecretaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora