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Durante la cena, Irene dejó que hablaran los demás. No podía quitarse de la cabeza el ridículo espantoso que había hecho cuando se quemó la cena. Y aún no sabía por qué, pero se sentía cohibida por la presencia de Víctor.

En la mesa, lo había descubierto un par de veces mirándola fijamente. Inmediatamente después, Irene había desviado la mirada hacia su plato. Había notado un súbito ardor en sus mejillas y el corazón le palpitaba con una fuerza inusual. ¿Qué diablos le sucedía?

Le daba vergüenza que alguien lo sospechara, sobre todo Amaya, así que prefirió permanecer callada e intentar no expresar ninguna emoción. Iba a ser algo complicado. A menudo, era tan transparente como las aguas caribeñas.

—Amaya nos ha dicho que eres guitarrista —Santi rompió el hielo mientras atacaba la ensalada con el tenedor.

—Sí. Toco en varias bandas.

—¿Pero vives de eso?

—Claro.

—¿En serio? Guau, debes de ser muy bueno.

—Para nada. Sobre todo ganamos dinero en verano. Hacemos el agosto con las fiestas populares. El resto del año es más complicado.

—¿Y cómo os conocisteis Amaya y tú?

—Adivina —sonrió ella—. ¡En uno de sus conciertos! Tuve que pelear con un rebaño de groupies adolescentes, ¡pero al final me salí con la mía! —rodeó con sus brazos a Víctor y le plantó un sonoro beso en la mejilla.

—¡Como siempre! —bromeó Irene.

—Y vosotros dos... —Víctor miró primero a Santi y luego posó su mirada sobre Irene—, ¿cómo os conocisteis?

—Pues... —Irene desvió la mirada hacia Santi.

—¿Quieres explicarlo tú, princesa?

—¡No, no! Adelante...

—Veamos... —Santi bebió un sorbo de vino y se aclaró la garganta.— Los días entre semana suelo comer siempre en el mismo restaurante. A veces, con los compañeros de trabajo; otras veces, solo.

»Un día, me fijé en una mujer de pelo negro que estaba sentada al fondo del local, sin compañía y de espaldas a mí. No pude verle la cara, pero sé que estaba abstraída mirando por la ventana.

»Al día siguiente, la misma mujer estaba allí, sentada a la misma mesa, otra vez mirando por la ventana. Y al día siguiente, también estaba allí, siempre sola.

»Sentía mucha curiosidad por ver su cara, así que uno de esos días me armé de valor, me levanté de la silla y fui directo al rincón donde estaba ella. Le dije:‌ «Disculpa...» y entonces giró la cabeza hacia mí.

»En aquel momento, pensé que tenía el rostro más bonito que había visto jamás. Con aquellos enormes ojos azules fijados en mí, parecía una muñeca de porcelana. Lo curioso es que empecé a tartamudear, cosa que jamás me había sucedido antes. Al final, me puse tan nervioso que tuve que irme por donde había venido.

Irene se había puesto roja como un tomate, no solo por las amables palabras de Santi, sino también porque Víctor la estaba acechando de nuevo con la mirada.

—¡Vamos, continua! —exigió Amaya, fascinada.

«Más no, por favor... ¡Me muero de vergüenza!»

Santi prosiguió:

—Al día siguiente, no podía dejar de mirarla, aunque, como siempre, solo la veía de espaldas. Pero ese día se giró y me miró durante unos segundos. Al día siguiente, volvió a girarse, pero yo bajaba la cabeza instintivamente y no osaba acercarme.

»Hasta que un día... dejó de venir. Estuve unos días sin verla y me entró el pánico. Pensé que ya no volvería a verla nunca más. ¡Qué tonto eres!, me dije. Has perdido tu oportunidad de conocerla.

—Qué melodramático eres... ¡Solo me había puesto enferma! —rió Irene.

—¿Qué pasó luego? —quiso saber Amaya.

—No vas a creerlo. Un buen día, mientras leía el menú, alguien se paró frente a mi mesa. Levanté la cabeza y vi a la hermosa mujer de pelo negro. Me quedé atónito. Dijo: «¿Puedo sentarme contigo?»

»Ambos pedimos lubina al horno de segundo. Y no sé si es porque estaba tan contento, pero puedo decir ¡que fue la mejor lubina que jamás he comido!

—¿En serio? —Amaya se había quedado con la boca abierta.— Caramba, Irene. ¡Quién te ha visto y quién te ve!

—En el amor... hay que arriesgarse —concluyó Santi.

—Siempre —dijo Víctor sin dejar de mirar a Irene.

Toda la gente solitaria © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora