Ahí estaba ella, sentada en una sala de urgencias. Su estómado parecía hecho de hierro por lo tanto que pesaba, su garganta una campana por lo mucho que se movía.
Arriba.Abajo.
El frío del asiento impermeaba su espalda, un escalofrío recorría sus brazos, y en su cuello parecía que se sembró una incertidumbre que pronto iba a florecer en hierba.
Gente iba y venía, cada segundo pasaba alguien más por la puerta transparente de la entrada. Gente que no tenía nada en común, solo el hecho de que estaban esperando.
Unos se veían más agitados por la preocupación que otros. Otros se encerraban dentro de sí mismos, otros platicaban con quien se encontrara sentado a su lado por mera casualidad. Tal vez era una manera de olvidarse un poco de la razón por la que estaban ahí.
Era dificil no pensar en la razón por la que estaba ahí. Ella era del tipo que aunque sabía que su cuerpo debía tener hambre, ella no lo tenía. Su estomágo se sentía tan fuerte que probablemente no ocuparía comida de aquí al final del día.
La luz del sol iba bajando por el edificio, pronto iba a atardecer, y por alguna razón eso le aterraba.
No el atardecer.
Sino lo que venía después.
La noche en un hospital es temida. Porque no importa que tantas luces se instalen, o que tanto ore la señora a unos cuantos asientos, sigue siendo un tiempo impredecible.
Era toda una labor no caer en la incertidumbre. Aquel cosquilleo en su cuello seguramente era la hierba creciendo.
No importaba que tanto hablara la señora al lado de la puerta de sus nietos, nada la podía distraer de aquella incertidumbre.
Nada.