El mundo se había suicidado una mañana de diciembre.
Ese día el sol había tardado en salir.
No había pájaros inaugurando el nuevo día.
tampoco había nubes cubriendo el cielo.
Las calles estaban solitarias.
Una densa niebla tapaba las ramas de los árboles desnudos.
La fría brisa acariciaba las ventanas.
Sólo se podía percibir el silencio ensordecedor,
acompañado, en algunos casos, del fino silbido del viento.
La soledad asomándose curiosa.
El tiempo iba pasando lento
y la arena del reloj iba cayendo,
grano a grano.
La desesperación se ahogaba en sus gemidos,
en busca de la libertad.
Ésta estaba presa,
había acariciado muchos barrotes,
demasiados.
Nos debemos demasiadas vidas,
tantas como besos que no nos dimos.
Sólo espero no acabar presa del olvido.
Caminando de puntillas,
esquivando la maldita piedra con la que siempre tropiezo.
Flores marchitas,
sólo las espinas quedan en pie.
Clavándose una a una en la fría carne.
Pero no había dolor más agudo que el de la tristeza.