Y desde arriba podían contemplarse todas las brillantes luces de la ciudad. Perfectas. Como un largo vestido de oro y diamantes que la hermosa dama de la noche vestía. Elegante. Joven. Bella.
Y las estrellas, escondidas tras el espeso manto de nubes, una a una, aparecían en el oscuro cielo a observar su divinidad.
Y la luna, blanca como la espuma de las olas, me hizo recordarlo a él y su sosiego. La serenidad del mar que poseía su alma.
En ese momento de quietud nocturna intenté hallarme en la oscuro y solitario laberinto de mi mente. Y encontré mi amor, sus caricias y su vago recuerdo.