Inicio

21 2 0
                                    

Han pasado varios días desde que los distintos soldados que vigilaban las celdas se han ido. 

Antes de irse han ejecutado a algunos de los presos, mientras que a otros se los han llevado consigo. No entiendo muy bien la causa de que me hayan dejado aquí, hubiera sido más sencillo terminar con mi vida incrustándome una bala en el cuerpo en vez de dejarme aquí en una celda arriesgándose a que alguien me encuentre.

Tal vez esta es la forma de ejecución que tienen pensada para mí. Matarme de sed y hambre, encerrado entre 4 paredes mientras pierdo la poca cordura que me resta después de más de un mes confinado aquí. Comiendo pan duro con sopa insípida y grumosa. Sin que nadie entienda mi idioma o tenga intención de entenderme. Si los guardas sentían que decías algo de su madre o algún tipo de insulto hacia ellos, tranquilamente te arreaban una buena hostia con la culata del fusil, o, simplemente, cruzarte la cara de un revés sin parpadear para posteriormente escupirte.

"Abschaum des Lebens" decían mientras se iban. Supongo que dirían algo sobre lo guapo que soy.

Tal vez vuelvan. Simplemente no tuvieron tiempo ni medios para llevarme con ellos esta vez. Seguramente volverán a por mí y me meterán una bala entre ceja y ceja.

El cubículo en el que estoy encerrado es un estercolero. Las paredes están manchadas de sangre, excrementos y moho. El suelo no es más que tierra y piedras húmedas mientras que mi cama son unos harapos descosidos que huelen a meados en una esquina de la celda .

Llevo horas dando vueltas de  un lado a otro de la celda, contando los pies que mide de largo y ancho manteniendo así mi mente ocupada en otra cosa que no sea mi barriga quejándose.

Ocho, nueve, diez... De ancho.

Si se han ido... Posiblemente quiera decir que necesitan refuerzos. Están perdiendo la guerra... cinco, seis, siete,  y si están perdiendo la guerra, ¡cabe la posibilidad de que me salve mi país! ocho, nueve, diez, once, claramente, es algo con sentido, mucho más que el hecho de que vuelvan esos hijos de puta. 

Doce, doce pies de largo.

Después de medir de nuevo varias veces el largo y el ancho para asegurarme de que son, efectivamente, diez de ancho y doce de largo, procedo a morderme las uñas con ansia. El hambre se estaba acumulando, ya era el tercer día, y junto con la sed me hacía estremecerme.

 El principal problema no era el hecho de no comer en tres miserables días, sino el no haber comido nada en condiciones durante un mes. Y eso que  me parecía una mierda lo que me daban de comer en el campamento de Los Aliados. No sabía de lo que me quejaba, claramente. Nunca sabes lo que tienes hasta que lo pierdes, por muy mierda que sea.

 Me comería uno de esos panes con manteca encantando. Me dan escalofríos de placer con solo imaginarlo.

Tengo que esperar. Esperar a que me rescate mi país. Y así comerme un jodido bistec. Un jodido, merecido y delicioso bistec... Con agua fría. Y vino. Uh, y después una tarta de manzana, la que se hace con leche, canela y caramelo...

Me siento en la "cama"  sin dejar de destrozarme las uñas, tapándome con  el harapo más grande e  intentando pegarme bien a la esquina del cuarto mientras sigo fantaseando con agua y tarta de manzana.

______________________________________________________________________________

Después de un tiempo en el que los gruñidos de mi barriga y mi propio  nerviosismo no hacen más que atormentarme, logro calmarme ligeramente pensando en como eran las cosas antes de que estallara toda esta basura. Antes de estar encerrado. Antes de estar hambriento y deseando la muerte a cientos de kilómetros de mi país.

Recuerdo la tienda, y yo sentado en el suelo, igual que ahora en la celda mientras con un mortero machacaba Hibisco junto a otras especias en función de las ordenes del boticario para preparar infusiones y así complacer la demanda burguesa de algo nuevo para tomar en sus tranquilas tardes de parloteo.

Un olor dulce proveniente del martilleo. La calma y felicidad que me albergaban son aún tangibles. Me gustaba mi trabajo. Era feliz con lo que hacía, y aún más feliz por saber que alguien me esperaba en casa..

Mi esposa, la cual es una fabulosa escritora. Aunque en esta época esta mal visto por el régimen que las mujeres trabajen en algo que no sea el hogar, ya que su deber es complacer a sus cansados maridos después de un duro día de trabajo (y en algunos casos de irse de putas, lo cuál debía cansarles aún más. Entre los burgueses era habitual este hecho. No me caen muy bien esos cretinos.)

Nunca he tenido gusto por la lectura, pero puedo decir que ella hacía entretenido el hecho de leer.

A causa de la continua censura del régimen y su oposición a que una mujer desatendiera sus quehaceres del hogar para ponerse a escribir "historietas" (Como así habían definido las obras de mi esposa) tuvimos que tomar medidas. Decidimos que las obras serían publicadas bajo mi nombre para que así nadie se opusiera. 

Este hecho nunca me hizo sentir bien, ya que recibía elogios de un mérito que no era mío.

Lo que bajo la autoría de una mujer habían denominado "historietas" bajo mi nombre las habían denominado "magníficas obras que revolucionarían la literatura actual". Jodidos pedantes, estaba claro que nunca se leyeron la primera obra de mi esposa porque no tuve reparo alguno en volver a mandarlo cambiando el nombre de la autora al mío propio.

Le pregunté, en más de una ocasión, posando mi mano sobre la suya, tan diminuta en comparación, si de verdad ella estaba conforme ante la idea de que yo me llevara el mérito de unas obras que eran suyas. Janeth sonreía y sostenía mi mano en su regazo mientras decía: "estoy conforme con que tú sepas que son mías, no tiene porqué saberlo nadie más. Se publican y eso es lo que me hace feliz".

 Nunca me pareció bien que, alguien con tanto talento, tuviera que vivir bajo mi sombra; la sombra de alguien que no posee ningún tipo de talento para la escritura, pero que, por el hecho de ser hombre, puede lucrarse de sus obras. Por un hecho tan simple como algo que no se elige, habían decidido menospreciarla.

Por inverosímil que parezca, ella era una ferviente defensora de que el puesto que le correspondía a la mujer era el de ama de casa. Creía que las mujeres en general tenían unas mejores facultades para cuidar del hogar y la familia. Empatía, dulzura, tacto... Todo sacado de ideas que el régimen esparcía con ayuda de la iglesia y algún que otro psicólogo al que pagaban bien.

Recuerdo acompañarla a escuchar el sermón, no porque yo fuera creyente, sino por verla a ella en su vestido de los domingos atendiendo a lo que el cura promulgaba como verdades del tamaño puños.

Nunca fui creyente y, viendo como la iglesia cambiaba de ideas para complacer al régimen, perdí la poca fe que me quedaba.

Ahora, sabiendo que posiblemente no puedo salir de esta celda y que estas cuatro paredes serán mi tumba... Me vienen a la cabeza algún que otro rezo que mi mujer repetía antes de echarse a descansar a mi lado. Posiblemente no sea el rezo en sí lo que da vueltas en mi mente, sino el recuerdo de mi mujer acurrucándose contra mi pecho mientras lo recitaba.

 Tal vez porque la extraño a ella más que por algún atisbo de fe , tal vez porque aún guardo esperanza y no me redimo a morir aquí sin antes intentar que una fuerza externa a lo humano me libere por arte de magia.

No, desde luego no he recuperado mi fe, pero lo que nunca he perdido es un motivo para agarrarme a la vida. Intentaré verla de nuevo, enfrascada en su escritura mientras le llevo un café. Volveré a llevarle flores. Volveré a machacar en el mortero plantas que me inundan las nariz con extraños olores. Simplemente volveré, porque ella me espera, y yo deseo volver a verla, para debatir con ella, para que me deje cocinar a mí en su lugar, para dejarle en claro que no tenemos por qué tener hijos si ella no se siente preparada ya que ese no es su papel.

No moriré, al menos no sin antes dar un poco de pelea a esos mamonazos que me han dejado aquí encerrado.

El último reclusoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora