PRÓLOGO.

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La música está tan fuerte que siento cómo vibra mi pecho con la melodía. Así como estoy, sola, sentada en un sofá en medio de una fiesta, es casi como si estuviera vacía. La vibración de las canciones que pasan entran a mi pecho como si dentro no hubiese un corazón que —aunque no siento latir— late. Ni siquiera logro escuchar qué cantan o qué dicen, sólo puedo escucharlas a través de la resonancia que corre por mis huesos. Me siento tan lejos de todo, casi vivo dentro de las vibraciones del aire, casi puedo verme sentada en ese sofá rojo, justo como si fuese otra persona.

Ojalá fuese otra persona.

No puedo, no quiero moverme. Pero necesito hacerlo porque mi cuerpo se entume, puedo sentirlo, y sólo hay una forma de salir de ese lugar en el que poco a poco me encierro.

Me muevo de repente, adelante, hacia la mesa que justo ahora parece estar a cientos de kilómetros de mí. A estas alturas, es un milagro que no haya agarrado cinco, seis, diez vasos de licor de una sola vez. Llegué sintiéndome dormida y aunque mi propósito inicial era destruir mi hígado con alcohol, la música corriendo a través de mí me distrajo lo suficiente como para olvidar agarrar siquiera un vaso.

Por ahora, me tomo de un trago un vaso completamente lleno. No logro recordar cuando o quién lo dejó ahí. No me importa.

Mis brazos se sienten más y más pesados a medida que ingiero más licos.

Tres, cinco, ocho, diez...

Pierdo la cuenta y cuando menos lo pienso, me encuentro bailando sola, medio borracha, medio lúcida. La música vibra igual que antes pero ya no la siento en mis huesos, ahora sólo rebota. Como si de repente el alcohol me hubiese convertido en una pared, en una pared de metal sólido.

Bebo hasta que la letra de ilomio y su ritmo se convierten en una mezcla de sonidos sin sentido. Bebo hasta que siento que no me puedo sostener.

Pero me sostengo. Y camino hasta la salida.

En medio de mi desfile tambaleante, creo sentir las miradas de varias personas. Ni siquiera me conocen, así que supongo que por ello no se acercan. De todas formas, ¿qué importa? No es la primera vez que un desconocido entra en una fiesta cualquiera a embriagarse.

Cojo el carro que me ha dejado mi hermano antes de partir al ejército, y arranco tan rápido como puedo; sé a donde ir ahora. Y quiero llegar tan rápido como puedo. La calle cambia a medida que avanzo, las manos firmes como de palo en el volante. En algunas ocasiones, hasta se sube el auto a la acera. Pero no me inmuto, sigo.

Sé que he llegado porque en la carretera sólo se ven luces de autos a la orilla del camino. No los veo aún pero sé que están bebiendo junto a sus autos, esperando quién los rete.

Y para eso estoy yo.

—Hey, Nessa—Me saluda Brent en cuanto me bajo, el olor a cerveza me entra por la nariz y pone mis ojos llorosos, pese al olor a otros licores más fuertes que traigo impregnado. — ¿Cuánto apuestas hoy?

Brent es un viejo amigo del bachillerato, solíamos salir de fiesta seguido, pero le prohibieron verme cuando aún estudiábamos juntos. Desde entonces, sólo nos vemos aquí. Tal vez me vieron como una mala influencia, pero Brent no es exactamente un ángel; se la pasa en esta calle lejana apostando y compitiendo con sus "camaradas" en piques ilegales.

—Hoy vengo a competir. —Me da una mirada aterrada. Sabe de mi estado, pero también me conoce: sabe que puedo ganar. Brent nunca dice no a una buena cantidad de dinero.

—Vanessa, después del incidente...—No dejo que continúe. "El incidente", la razón por la que dejamos de vernos. Eso no importa ahora, de todas formas, hay demasiados incidentes en mi vida.

—Iré a otra parte si continúas—Él asiente y me dice dónde poner mi auto.

Veo cómo se pasan el dinero, apostando por mi o por mi competencia. Lo veo, todavía mareada, meterse a su auto. Es un chico de cabello negro, ojos marrones, tez morena.

Se pone a mi lado y sonríe, pero no amigablemente, me sonríe como normalmente lo hacen los hombres cuando tienen que competir con una mujer: con suficiencia, con arrogancia, como si en realidad no fuese una competencia, como si tuviesen que ser condescendientes.

Su gesto me enoja. Las manos sudorosas en el volante, mi corazón retumbando en mis oídos. Casi siento mi sangre circular por mi cuerpo rápidamente, disipando el alcohol. Esto es lo que venía a buscar: vida, sentirme viva.

Brent se hace en el medio de los dos autos, alza las manos; e incluso antes de que baje sus brazos totalmente, yo arranco. Voy tan rápido que me quedo pegada al asiento, viendo por el retrovisor si mi oponente está cerca. Acelero cuánto puedo, pero me alcanza. Me mira, nuevamente con la indulgencia impresa en su rostro; se burla y me enfurezco.

Después de ello, todo pasa muy rápido. Mis manos se mueven solas, siento que tiemblan —tal vez de ira, tal vez de miedo; no lo sé, nunca lo sé—. Y resbalo.

El auto va tan rápido que incluso avanza un par de metros después de chocar. Siento mi cuerpo moverse, apretado por el cinturón de seguridad. En medio de mi estupor, casi veo cómo el auto de mi oponente sale disparado contra el divisor de carretera. El impacto resuena en mis oídos mucho tiempo: metal retorciéndose, vidrio rompiéndose. Sangre, sangre, mucha sangre.

El muchacho de cabellos negros me mira desde la mitad de la carretera, y sus ojos están tan fijos que me perseguirán el resto de mi existencia.

Sobreviviré A Tu LocuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora