The Cliff

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  • Dedicado a Francisco Javier Santiago
                                    

Salí decidido de la pequeña casa de madera, el profuso viento azotaba mi cara mientras con paso firme encaraba mi destino. Mientras me dirigía al acantilado, me fijé en la infinidad de especies vegetales que encontraba a mi paso, envidiaba a los robles por ser tan robustos, tan fuertes, con esa envidiable fortaleza prodigiosa.

Mis ropajes me entorpecían el camino, mis pies desnudos hacían que mi martirio fuera aún más doloroso de lo que ya era por si solo. Las piedras se clavaban en las plantas de mis pies como si caminara sobre agujas puestas de punta, el dolor era insufrible, cuanto más caminaba más me sangraban mis plantas, pero ya daba igual, mi vida tenía el tiempo contado. Tras poco rato dejé de sentir mis pies fruto del cargante sufrimiento.

Cuanto más me acercaba a mi objetivo más miedo tenía, más dudas surgían en mi mente, pero por alguna extraña razón me era imposible retroceder, las lágrimas comenzaron a brotar de manera suntuosa de mis ojos, aun te recordaba en la cabaña, calentándote cerca de la pequeña chimenea, mientras te mecías en esa mecedora que habíamos comprado hacía unas semanas a esos mercaderes ambulantes que se decía que venían de las américas en la Villa de Eumesa.

Salí del robledal y me encontré en una explanada de apenas unos metros de largo por otros pocos de ancho, que acababa en una gran depresión al mar, alcé la mirada y divise el bravo océano, el día no acompañaba y las olas se elevaban hasta una altura considerable. Desde donde me encontraba, podía escuchar la fuerza del agua chocando bruscamente contra las rocas del montículo. También se oía, si agudizabas el oído, como el océano absorbía el agua.

Avancé hasta el borde del acantilado lentamente, aunque ya no estaba seguro, notaba que mis piernas temblaban levemente, había perdido completamente ese andar seguro con el que había salido. Cuando ya estaba en la punta, me recliné un poco y observé lo que sería mi fatídico final, esas rocas en forma de lanzas de caballería que me atravesarían el cuerpo cuando saltara al vacío y que eran ocultadas por la espuma que generaba el mar con sus esplendorosas olas cuando chocaban contra la tierra. De repente, una de esas olas, rompió contra el peñasco y se elevó salpicando agua casi hasta la altura que me encontraba. La gélida agua bañó mi cara y mi pelo por completo, fue una satisfacción hasta cierto punto gratificante, aunque la salinidad de la mar hizo escocer mis ojos azules.

Me erguí, y quedé a unos centímetros del abismo, me comenzaron a surgir la dudas, esas dudas que siempre me han matado por dentro, que siempre me han reconcomido la cabeza como parásitos. Volví a mirar, esta vez por el rabillo del ojo, el mar embravecido parecía que aclamara mi nombre, quería engullirme como si yo fuera su tentempié de media mañana. Las nubes ocultaban completamente el sol, el día era oscuro, el predominio de las penumbras daba aún más tetricidad al momento. El viento que soplaba con una gran fuerza me empujaba hacia atrás, parecía que él fuera el único de los elementos que no quería que acabara con mi vida.

Levanté una pierna e hice ademán de lanzarme, pero de nuevo y sin que yo quisiera, volví a apoyar el pie. De nuevo volvía a ser ese cobarde que hizo que te marcharás, que desaparecieras de mi vida al igual que el pájaro que emigra. La misma cobardía que me arrastraba a mi punto y final. Te recordaba cada minuto de mi vida, cada segundo desde que te marchaste y me abandonaste a mereced de la fauna salvaje. Recuerdo también ese rostro sereno iluminado por la luz de la luna. Tus besos de dama y esa cortesía tuya que transportabas allá donde ibas. Esos ojos, esos ojos tuyos que me hacían palpitar el corazón con solo un cruce de nuestras miradas, que hacía que me quedara atascado en el tiempo y en el espacio, que hacía que perdiera la razón.

Pero ya no estabas, te habías marchado por mi culpa, por mi fanfarronearía, por mis inmundas palabras de las que ahora me arrepiento. Sueño con esa noche desde el día que sucedió, llegué a casa después de un largo trabajo tras talar varios árboles del robledal, esperaba que estuvieras allí como siempre, esperándome con los brazos abiertos, pero por desgracia ya te habías marchado. Salí de nuestra cabaña de leñadores, me dirigí raudo a Villa de Eumesa con la esperanza de encontrarte, pero al llegar me dieron la nefasta noticia, te habías marchado a las Américas en un galeón. Tu amiga Eutanasia me encontró embriagado en la puerta de la taberna, se acercó a mi, me miró con rostro apenado, de entre su vestimenta sacó un pañuelo rojo, no era otro que el de mi amada, la misma que me abandonó para encontrar mejor vida, para encontrar lo que un mísero leñador no le podía dar. Eutanasia me secó el sudor con el pañuelo envenenado de tu perfume, me desabrochó la camisa y colocó el objeto a la altura de mi corazón, luego la abrochó y se marchó dejándome a merced de las tinieblas de la noche.

Un escalofrío me devolvió de nuevo a la realidad, de nuevo al borde del precipicio, lanzarme al vacío era la única salida que veía a mi sufrimiento. Ya no podía controlar el llanto, las lágrimas que brotaban abundantemente abrasaban mi rostro, sollozaba sin sentido. Busqué en mi zurrón y encontré el pañuelo, me sequé las lágrimas y respiré fuertemente, este aún olía a ella. Levanté mi mano al cielo y el pañuelo comenzó a ondear fruto del fuerte viento, esperé unos segundos y solté la tela, que salió despedida hacia el mar, me mantuve firme hasta que tocó agua y entre las olas lo perdí de vista. Era mi turno, el próximo en caer al mar debía ser yo.

Cogí fuertemente aire y me acerqué todo lo posible al borde, hasta tener la mitad de mis pies fuera, cerré lo ojos, no quería ver el océano de nuevo, lo único que necesitaba era dar un paso más, un maldito paso más, pero mi cuerpo no obedecía a mi mente. Repetí la acción anterior y en vez de dar ese paso me abalancé sobre mi, sin saltar. Solo me deje caer...

No abrí los ojos pero notaba como mi cuerpo volaba mientras caía imparable al océano, la sensación era mágica, por una vez en mi vida pude experimentar el vuelo de las aves, esa sensación tranquila y pacífica. Recordé toda mi vida en escasos segundos, mi niñez, mi adolescencia, mi primera vez, mi primer y único amor... Noté un golpe seco en mi cabeza, como si hubiera chocado a la velocidad de la luz contra una roca. Solo pude abrir una milésima de segundo los ojos y divisé un galeón, un gran galeón que se marchaba bajo el cielo nublado. Luego mis ojos se cerraron de nuevo, se cerraron y no se volvieron a abrir jamás.

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