Los resurreccionistas

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"Yo he sido Homero, en breve, seré nadie, como Ulises. En breve seré todos: estaré muero"

J. L. Borges.

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Le gustaban las mujeres. Al menos las que había conocido en libros y revistas, las que difícilmente sobrevivirían a los partos. Las frágiles, delgadas, destinadas a romperse, de pechos desérticos y vientres estériles, esas le gustaban.

Las que no existían en su mundo.

Por eso algo que no pudo nombrar se remeció en su alma cuando abrieron el cajón. La luna descubrió su rostro, de la misma forma en que una mano pálida deslizaría un velo.

La rigidez post mortem no había hecho nada más que impregnarla de una morbosa belleza.

Era joven, y estaba maquillada.

Es una ilusión que ríe. Es la rigidez, idiota. No sonríe, no te sonríe.

No mucha gente tenía, por esos tiempos, el poder adquisitivo para comprar un ataúd, y la poca sensibilidad de usar uno, no con miles muriéndose de frío y que le darían un mejor uso a las tablas.

Un desperdicio.

Supuso que había sido muy amada.

Un vida breve pero buena.

La zona oeste del cementerio era la única que ellos visitaban. Estaban en el lado amable de la muerte.
Mientras se dejaba librado al azar los kilómetros que abarcaba el campo santo, y todo era comido por la gramilla y los cuervos, allí contaban incluso con guardias.

Sí y les partirían el cráneo si los encontraban.

Rapidez, sigilo, coraje y desesperación. Ellos tenían todo eso.

HieTan fue rápido al revisar. Le arrancó, diligente y de un solo tirón, una cadena que brilló fugaz para perderse entre la ropa de su tío.

Respiraba muy agitado después de cavar a toda máquina. Con un silbido ruidoso y anormal. Solo esperaba que no comenzara a toser. Una vez tuvieron que largarse después de estar 30 minutos escarbando el barro. Su tos se volvió una pesadilla de cinco días donde no escupió nada más que sangre.

No quería pensar en la salud de la única persona que tenía en el mundo.

El hombre mayor abrió el vestido y manoseó sin culpa "Esta parece sana" murmuró.

Él pensó que las personas sanas no morían tan jóvenes y con todos los dientes. Quizás solo se había marchitado por dentro. El mundo era un cáncer difícil de soportar.

Podía identificar con claridad una punzada de culpa dentro de su cabeza. Jungkook sabía que no estaba haciendo las cosas bien. Sus ojos tenían que estar vigilando, controlando. No incrustarse en la mujer. Blanca. Blanca y fría como una perla hundida en la muerte.

Lo más difícil iba a ser sacarla en una pieza. La envolvieron con una gran manta y la metieron en un costal de trigo. Tocarla erizó cada uno de sus pelos.

No recordaba haber sufrido de esa manera, ni aún cuando lo que sacaban era pequeños niños.

Su trabajo no le divertía, pero en ese momento se le estaba haciendo insoportable.

La posición de la luna daba la hora exacta: medianoche.

El vapor salía de sus bocas sin detenerse y hacía señales inequívocas. Olvidaron sus cubrebocas de nuevo.

LA ISLA [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora